Mi carácter impulsivo cuando era niño me hacía reventar en cólera a la menor provocación. La mayoría de las veces, después de unos de estos incidentes, me sentía avergonzado y me esforzaba por consolar a quien había dañado.
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¿Obedecer o desobedecer la orden del Maestro?
Durante un buen rato, hubo tormenta y mucha turbulencia. En un determinado momento hubo una sacudida fuerte, y todos estaban muy nerviosos, pero el niño mantuvo su calma y serenidad en todo momento.
También les dijo esta parábola: «Un hombre había plantado una higuera en su viña, y cuando fue a buscar higos en ella no encontró ninguno. Entonces le dijo al viñador: “Hace tres años que vengo a buscar higos en esta higuera, y nunca encuentro uno solo. ¡Córtala, para que no se desaproveche también la tierra!” Pero el viñador le dijo: “Señor, déjala todavía un año más, hasta que yo le afloje la tierra y la abone. Si da fruto, qué bueno. Y si no, córtala entonces.”»
(Lucas 13:6-9)
Cierto día, había un niño jugando a la orilla de la playa junto a un hombre que estaba leyendo libros para encontrar algo que lo sacara de su ignorancia.
Viajo en plena noche y pienso: los límites, los límites.
Viajo en auto, y debo dar una conferencia sobre ese tema en un country fuera de la capital. ¿Qué les digo cuando me pregunten? ¿De qué hablo? La gente está angustiada y saturada de tanto análisis y de tantas frases complicadas que explican todo y que no resuelven nada. Aprendimos a hablar y a pronunciar discursos sofisticados. Pero no se modifica la vida con discursos, ése es el problema.
La canal
Sí. Así en femenino. La canal, le decían. Pasé cuatro años en un monasterio chileno enclavado en un cerro de Las Condes. En aquellos años, 1962 a 1965, aquello era campo abierto, totalmente fuera de la ciudad. Y aquel cerro estaba bordeado por dos grandes acequias que traían el agua desde la montaña. Acequias que luego se desflecaban en infinidad de otras menores que llevaban el agua hasta las distintas parcelas.