Teología del culto cristiano

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Al estudiar el culto litúrgico de la Iglesia debemos entender como lo dice Karl Barth que “El culto cristiano es lo más importante, urgente y grandioso que puede darse sobre la tierra”.

El término liturgia se define como el conjunto de ritos y oraciones aprobados por la autoridad competente (de una Iglesia) que constituyen el culto divino. Ya que dicho término lo utilizaremos con frecuencia debemos justificarlo teológicamente. Quizá sea suficiente recordar que el término es neotestamentario, y que allí no designa solo, como en los setenta el oficio sacerdotal de la antigua alianza (cf. Lc 1:23; Hb 9:21; 10:11), sino también el culto de Cristo (Hb 8:6) y de la Iglesia (Hch 13:2). Es evidente que en el N.T., el término es tomado de los setenta, y, por eso es innecesario justificarlo por razones de etimología o semántica profana.

Hay que notar que el N.T. no usa una terminología específicamente litúrgica cuando habla del culto en la Iglesia. Con algunas notables excepciones y sin que esto implique una negligencia o profanación del culto, emplea términos aparentemente neutros, como “reunirse en el nombre del señor” (Mt. 18:20) o “reunirse para la fracción del pan” (Hch 20:7; 1 Cor 11:33).

Etimológicamente el término liturgia designa una acción del pueblo y no del clero; reivindica, pues, una desclerización del culto. En su acepción profana antigua designa un acto político, civil, por el que los ricos sustituyen, por su acción o contribuciones, a los pobres que no pueden pagar. Este término indicaría que la Iglesia por medio la liturgia, sustituye al mundo que no sabe ni puede adorar al Dios verdadero, y que así, por el culto, la Iglesia reemplaza al mundo delante de Dios y lo protege.

Lo anterior no es sino algo curioso, además que el término liturgia no funda el culto cristiano. Por otro lado, querer que en el terreno litúrgico coincidan las opciones teológicas fundamentales con la adopción o exclusión de algunos términos, es exponerse a la vanidad de las logomaquias .

¿Cuál es el trabajo del estudio de la teología litúrgica, es decir de la teología del culto cristiano?. No es la de crear el culto, sino que consiste en regularlo, probarlo y orientarlo para que sea lo mejor posible. Por este hecho, la teología litúrgica presupone la existencia del culto cristiano e incluso de un culto concreto, y por eso implica conocimientos exegéticos, históricos y sistemáticos que le permitan examinar críticamente el dato litúrgico de determinada Iglesia y también dar direcciones prácticas, para que la forma de celebrar el culto coincida precisamente con las exigencias del mismo.

“El culto cristiano no brota originalmente de una construcción teológica realizada por peritos sino que, por ser un encuentro del Señor con su pueblo, en el que actúa con su palabra y sacramento por medio del Espíritu Santo, es un hecho histórico-eclesiástico cuya figura litúrgica es el fruto de la fe y de la obediencia de la cristiandad. La teología del culto proporciona un canon crítico para examinar y juzgar el culto cristiano en su figura histórica. Ante la liturgia, tiene una función crítica, no una misión constructiva o creadora. Muestra a la liturgia práctica, es decir a las instrucciones para una recta organización y observancia del culto, los caminos que la Iglesia puede seguir en el culto divino”. (J. Backmann, citado por W. Hann).

Este comentario teológico solamente hará referencia al culto como “recapitulación de la historia de la salvación” quedando dentro de los problemas doctrinales la necesidad de hablar de “El culto, Epifanía de la Iglesia; El culto fin y futuro del mundo; Las formas litúrgicas y la necesidad del culto”. Y dentro de los problemas de su celebración sería necesario hablar sobre “Los elementos del culto; Los oficiantes; El tiempo del culto; El lugar del culto y por último el orden del culto”.

El propósito de esta clave teológica es aportar elementos de reflexión sobre el tema, que contextualice doctrinal y teológicamente nuestra comprensión del mismo.


a. El culto, recapitulación de la historia de la salvación.

Comenzaremos con la afirmación del fundamento Cristológico del culto en la Iglesia; a continuación hablaremos con más detalle del sentido profundo del acontecimiento litúrgico que es recapitular la historia de la salvación; y luego hablaremos de la presencia de Cristo en el culto y de la epíclesis.

1. Fundamento Cristológico del Culto.

Basta con leer superficialmente el N.T. para darse cuenta de que la misma vida de Jesús de Nazaret es una vida en cierta manera “litúrgica” o, si se prefiere “Sacerdotal”. Jesucristo realizó con su ministerio la verdadera glorificación de Dios sobre la tierra, el culto perfecto, (Hb 5:9-10).

El hecho de recibir el título de Rey Sacerdote según el orden de Melquisedec, después de su ascensión (Sal 110:1-4; Hb 5:10; 6:20; Hch 2:34; Hb 1:3 y 13; Rm 8:34), no implica que no se mire toda su vida con esta perspectiva litúrgica. Cristo mismo comprendió así su ministerio: venido para destruir las obras del demonio (1Jn. 3:8) y para reconciliar a los hombres con Dios con su muerte (Rm 5:10 etc.), su vida entera solo tiene sentido gracias a esa liberación y reconciliación. El N.T. entiende con este sentido sacerdotal la muerte de Jesús, ¿qué significaría sino, la mención del velo del templo que se desgarra cuando Jesús expira? (Mc. 15:38).

Es interesante hacer dos observaciones sobre esto: primero, las alusiones a lo largo del testimonio que dan de la vida de Jesús. O. Cullman las ha estudiado en el cuarto evangelio. Se podría hacer lo mismo con Lucas. Sus dos relatos de apariciones de Cristo resucitado, por citar solo esto, parecen describir el mismo orden del culto en la Iglesia naciente (Lc. 24:13-35 y 26-53) por tanto, parece que remite consiente el culto cristiano a la vida de Jesús donde encuentra su fundamento y justificación. Segundo, es necesario notar que el mismo plan de los evangelios sinópticos corresponde al orden litúrgico, que se remonta, sin duda alguna a los tiempos apostólicos y que se ha hecho tradicional: asegurada ya la presencia de Cristo, una primera parte, el ministerio galileo, se centra en la predicación de Jesús sobre la llamada dirigida a los hombres y sobre la elección ante la que estos se encuentran. (Más tarde esto se llamaría la liturgia o misa de los catecúmenos); a continuación una segunda parte que explica, justifica y valora la primera, el ministerio en Jerusalén, centrada en la muerte de Cristo y en su resurrección escatológica hasta que Jesús deja a los suyos bendiciéndolos y enviándolos a ser sus testigos en el mundo (esto se llamaría más tarde la liturgia o misa de los fieles).

El culto de la Iglesia tiene un doble fundamento Cristológico, el terrestre, celebrado por la vida, muerte y resurrección de Cristo y el celeste que Jesús celebra ya glorificado hasta el siglo futuro. O más bien: el terrestre ofrecido por Cristo desde su nacimiento hasta su muerte, al que los sinópticos dan una estructura que el culto de la Iglesia tomará para sí, es, en la esfera de la gran liturgia eterna del reino, el fundamento de un doble culto: el celeste de Cristo, repercusión y valorización del ministerio jerosolimitano de Jesús y el de la Iglesia terrestre, recapitulación del ministerio galileo jerosolimitano de Jesús. Existe entre estos dos cultos un lazo teológico y otro cronológico, aunque el culto celeste no conozca las intermitencias del terrestre debidas al reino de las semanas. (Compárese el término hebreo a-perpetuidad de Heb. 7:3 con 1 Cor 11:25-26). Esto aparece en Apocalipsis, incluso en el cielo hay un templo (7:15; 11:19; 14:7; 15:5-8) y un altar (6:9; 8:3-5; 9:13; 14:18 16:7). Antes de que venga la nueva Jerusalén en la que no habrá más templos (21:22).

Sin entrar en más detalles, puede bastar con la afirmación de que el N.T. nos presenta el testimonio histórico de Jesús, y, por tanto toda su vida como una liturgia; más aún como la liturgia que agrada a Dios. En este sentido el culto cristiano tiene su fundamento en el culto “mesiánico” celebrado por Jesús desde su encarnación hasta su ascensión a los cielos.

Este culto de Cristo, que culmina con el “sacrificio” de la única oblación que perfeccionó a los santificados Heb 10:14. Tiene, sin embargo una dimensión temporal mucho más basta. Si funda u origina el culto cristiano, si lo instituye en todo el sentido del término, esto no es accidental en el mismo Cristo. El culto actualiza en cierta manera toda su obra, preparada antes de la encarnación, aprovechada desde la ascensión y que se manifestará gloriosamente en la parusía .

San Pedro en (1 P 1:19 SS) dice de Cristo “cordero sin defecto ni mancha ya conocido antes de la creación del mundo y manifestado al fin de los tiempos” por amor vuestro. Ese culto celestial, esta predestinación de cordero sin defecto ni mancha, es en cierta manera el refugio en que vivió el mundo, sin sufrir la amenaza de la aniquilación que Dios pronunció contra el pecado de Adán (Gn 2:17) “ya que por anticipación ya era eficaz delante de Dios su manifestación histórica al final de los tiempos”.

El gran sumo sacerdote de (Heb 4:14) usa en nuestro beneficio este culto que terminó en la cruz y con su ascensión; Él, es el gran sacrificador soberano “para siempre” (Heb 9:24; cf 7:25; Rom 8:34) hasta el siglo futuro. Como gran sacerdote su ministerio es doble: el acto expiatorio realizado una vez por todas, y el de la prolongación y desarrollo de esa obra que dura hasta la eternidad.

Esta liturgia de Cristo, “la obra única del acto expiatorio”, que protegía ya al mundo antes de la encarnación y que se desarrolla en el reino actual de Cristo, considerado una obra sacerdotal, encontrará su último esplendor, su plenitud en la parusía (Heb 9:28); sin embargo hay que hacer una claridad teológica: en su segunda venida el ministerio sacerdotal de Jesús no será expiatorio, sino, consagrante y santificador. Ya no será por el mundo entero sino para aquellos que han aceptado la salvación concedida por su muerte en la cruz.

Este ministerio consagrante aparece en (Heb 2:10 ss; 10:14) y Jesús mismo lo reconoce en la oración sacerdotal de (Jn 17); donde con prudencia podemos advertir una alusión al ministerio sacerdotal que el Hijo eterno de Dios hubiese desarrollado si la caída no hubiese trastornado la creación de Dios: habría venido no para reconciliar a los hombres con el Padre, sino para permitir que estos se encontrasen para siempre junto con El, y así pudiesen contemplar su gloria (Jn 17:24). Cristo Jesús (Nuevo Adán) restableció la orientación litúrgica fundamental que Dios quiso cuando creó al hombre a su imagen y semejanza. Dios quiso no solo hacer al hombre el liturgo del mundo encargado de guiar al mundo entero en la acción de gracias, en la adoración y en la alabanza, sino también fijar un día de culto (Gn 1:27 ss; 2:3), un lugar de culto (en esto seguimos a Martín Lutero “el árbol límite del bien y del mal” Gn 2:16-17) y una forma de culto (Sal 148).

2. El culto, Recapitulación de la historia de la salvación.

El culto cristiano reactualiza el culto perfecto y suficiente ofrecido por Cristo una vez por todas en la cruz.

El culto es en primer lugar una anamnesis de la obra ya realizada por Cristo. Al instituir la eucaristía, es decir el culto cristiano Jesús dijo: “...haced esto en memoria de mí ” (Lc 22:19; Mt 26:26’30; 1 Cor 11:24 SS.), la palabra griega “memoria” utilizada en el manuscrito original da la idea de ser algo completamente distinto a lo que hoy nosotros concebimos como un ejercicio de memoria; es una reactualización y un compromiso. “Recordar” en el ambiente de la cultura bíblica, “es hacer presente y actual”. Gracias a ese memorial, el tiempo no transcurre en línea recta, añadiendo irrevocablemente los períodos que lo componen uno tras otro. El pasado y el presente se confunden. Se hace posible una reacualización del pasado.

Sobre esta doctrina también se funda el rito pascual; en Ex 12:14, se dice que está instituido Le-Zikaron, (Hebreo); es decir “para recuerdo”. Esto quiere decir que cada uno, al acordarse de la liberación de Egipto debe saber que él es el mismo objeto del acto redentor de Dios, sea cual sea, la generación a la que pertenezca. Teológicamente cuando se trata de la historia de la salvación, el pasado es actual. Así, igualmente, en la perspectiva del N.T., en cada celebración eucarística deben saber los fieles que ellos mismos son el objeto del acto redentor de la cruz. Pero el culto al ser una anamnesis no es solo una “reactualización del pasado”, sino que es, por parte de los que celebran la memoria de la muerte de Cristo, un compromiso en su servicio, una confesión de fe. “Al que recordamos como aquel a quien confesamos”. Por tanto, el culto (y por excelencia la cena) es lo que el A.T. llamaría un oth, un signo que por el poder de Dios hace revivir lo que significa si es anamnétio, o lo provoca si es prefigurativo.

Pero el culto cristiano no recapitula solamente la vida, la muerte y la resurrección de Cristo al reactualizarlas. La historia de la salvación no pertenece al pasado solamente; también pertenece al futuro. No es que el futuro aporte algo al eje de la historia de la salvación, que es la encarnación del Hijo de Dios, y muy particularmente su muerte y resurrección. El futuro confirmará, manifestará y aprovechará la historia de la salvación. Al recapitular dicha historia el culto esta vuelto hacia el futuro. No es solo representación de la muerte y victoria de Cristo, también es una anticipación de su venida y del reino que se establecerá entonces. No solo recuerda la última Cena del Señor con los suyos. Prefigura también el culto mesiánico donde Cristo beberá con sus discípulos el vino nuevo en el reino de su Padre (Mt26:29). Con la celebración del culto, los fieles están invitados a recibir el signo de su pertenencia en el reino futuro. Y “como la representación del pasado no es un ejercicio de memoria, la prefiguración del futuro tampoco lo es de la imaginación” ; en el culto, la obra del Espíritu Santo, el pasado y el futuro, el suceso capital de la historia de la Salvación y su manifestación están realmente presentes.

En el examen de esta recapitulación cronológica, realizada por el Espíritu Santo en el culto, debemos tratar aún otra dimensión. “No es que el pasado se haga presente, ni tampoco futuro”. Existe un presente que se afirma, y este es en la historia de la salvación el culto celeste que Jesucristo ofrece al Padre en “la gloria de la ascensión”. Nos desligamos aquí de la línea temporal para entrar en el culto espacial. En el culto, pasado y futuro se encuentran y se prefiguran, “e igualmente el cielo toca la tierra y ésta se eleva hasta aquel ”. Recuerdo lo dicho anteriormente sobre el reino de las semanas.

Se puede llamar al culto un fenómeno escatológico por ser recapitulador de la historia de la salvación en el sentido que reactualiza el pasado, anticipa el futuro y glorifica el presente mesiánico. Por esto, a pesar de la ambigüedad de su celebración (en las diferentes denominaciones cristianas), el culto es un fenómeno de gloria, pues Cristo no permaneció muerto, sino que resucitó, y está presente entre los suyos como en las apariciones del día de la pascua, (Lc 23:13-35 y 36-53).

El culto, es un acto de alegría (Hch 2:46; 16:34; 1P 4:13; Jds 24); la cual es un elemento fundamental de una teología litúrgica cristiana, por recapitular la historia de la salvación. Sin duda que también proclama la muerte del señor (1 Cor 11:26). Pero por causa de la victoria que la ha coronado es mucho menos un duelo que una fuente inagotable de acción de gracias. Esto deberá dar sus frutos en la formulación litúrgica en general.

Hemos visto que el culto reactualiza el culto perfecto y suficiente ofrecido por Cristo una vez por todas en Cruz; que anticipa la alegría inagotable de la vida eterna y que permite a la Iglesia participar en el culto celeste que acompaña a la historia de la salvación. También anotamos anteriormente que el culto de Cristo restaura el culto primitivo, paradisiaco ya que Cristo, nuevo Adán, realizó con su venida el proyecto del creador.

Considero prudente añadir al respecto que al recapitular la historia de la salvación que culmina en Cristo encarnado, el culto cristiano vuelve a encontrar también para devolverle su sitio, el culto supralapsario donde no existían sacrificios, y lo encuentra no de una forma simplemente anamnética, sino también proléptica , pienso en lo que hemos dicho anteriormente sobre el culto no expiatorio sino consagrante y santificador, precedido por Cristo para que Dios sea en todos.

Así como el culto de la Iglesia no es sino una anticipación del festín mesiánico, de la alegría del reino, tan ambigua que tan solo es perceptivo por la fe, así también lo es la anamnesis el culto antes de la caída. En el culto de la Iglesia el hombre vuelve a encontrar su honda orientación de liturgo real, y también el derecho a convocar a toda la creación para ofrecerla al Señor en acción de gracias adoración y alabanza (Rom 8:18 SS), pero este redescubrimiento se encuentra constantemente comprometido por el pecado y es por esta causa que en el culto a través del celebrante (ministro) se invita y se exhorta a la Iglesia a reconocer esta condición de pecado, y orar pidiendo la gracia del perdón.

El culto no restaura el paraíso de manera evidente, tampoco impone el reino: justifica su esperanza y da una muestra de él. Ofrece el día y el lugar donde el pasado de antes de la caída sobrevive aún y el futuro posterior al juicio florece ya. No podemos decir que la conjunción de estas dos realidades en el culto sea demasiada ambigua para expresarla. Por el contrario, negarle una posibilidad de expresión es una muestra de que no se la quiere. Si se ama el reino que restablecerá el misterio de la primitiva creación realizándolo, no se puede dejar de ofrecerle su mejor medio de expresión, es decir el culto de la Iglesia, aunque sea ambiguo e insatisfactorio. Este culto, volvemos a este punto con frecuencia, es la prueba más hermosa que se pueda dar del amor al mundo. El culto es en sí mismo por su contenido un acto de amor, así que quienes no aman el culto no saben amar tampoco el mundo.

El culto no es solo la recapitulación de la historia de la salvación en el sentido cronológico: en él se conjugan el pasado, el presente y el futuro mesiánico. Es también la recapitulación de la historia de la salvación en el sentido teológico.

¿Cómo explicar esto?. Comencemos adoptando el esquema tradicional de la historia de la salvación en tres aspectos así: una revelación de la voluntad salvífica de Dios; una reconciliación que hace posible esa voluntad y una protección que defiende la eficacia de la misma. Por tanto dicha historia contiene un aspecto profético, otro sacerdotal y otro real, de acuerdo al orden anterior. Profético, puesto que Cristo es el profeta por excelencia, el Señor y Siervo, el que manda revelación total de Dios; en el culto se proclama la palabra de Dios y se resume todo lo que El nos ha querido enseñar. Sacerdotal, ya que Cristo mismo es el gran santificador por excelencia puesto que a la vez es sumo Sacerdote y cordero; en el culto al celebrar la Eucaristía o Santa Cena, se recapitula y resume todo lo que Dios ha hecho para reconciliar el mundo consigo. Y Real, toda vez que Cristo es el Rey de los siglos, inmortal, invisible... (1Tm 1:17), es el rey que manda y realiza lo mandado, en el culto el pueblo de Dios se presenta libre y gozoso delante de su Señor y Rey, recapitulan y resumen todo lo que Dios ha hecho con quienes aceptan reconciliarse con El: hombres libres del temor de la muerte, libres de la esclavitud del pecado y capaces, por tanto de alegrarse como Moisés y María, en la orilla del mar rojo, por la derrota del maligno y la victoria de su Señor (Ex 15).

Nos queda la inquietud para ser tratada en otra oportunidad respecto de los elementos y de los ministros del culto.

Entre todos los problemas sistemáticos que habría que tratar aquí, solo me fijare en uno de notable importancia: “el de las relaciones entre el culto de la Iglesia y la permanencia de la historia de la salvación”, Luego de alcanzar ésta, su punto culminante y su cumplimiento en Cristo. No lo trataremos a fondo, sino que simplemente señalaré en que sentido creo que se debe resolver.

La historia de la salvación se realiza plenamente en Jesucristo, Dios no tiene nada que decir ni que hacer que no haya dicho o hecho ya en su Hijo encarnado. Entonces ¿porqué continúa la historia de la salvación, y cómo continúa?.

Para el N.T. es claro que la muerte de Cristo ha cumplido todo y que su ascensión ha coronado para siempre esta realización total. Sin embargo en el momento mismo de su subida a los cielos, los ángeles afirman que él volverá de nuevo (Hech 1:11). Por tanto, la historia de la salvación no se ha acabado. Va a seguir durante siglos o milenios que no le aportarán nada nuevo, puesto que todo está hecho. La historia de la salvación continúa y lo prueba el hecho de haber prometido Jesús su regreso; quiere decir esto que el suceso central de la historia salvífica de Dios, esto es la cruz y la resurrección, que habían absorbido el conjunto de la historia desde la expulsión del paraíso hasta la mañana del viernes santo, debe llegar al final de su eficacia.

En este sentido el final indica una administración por parte de Dios de toda la historia de salvación y del mundo (Dios es soberano). Y ya que su presencia es real en el culto, éste, forma parte de la economía salvífica de Dios, continuando la historia de la salvación luego de haberse realizado en Cristo. Pero ¿cómo continúa?. Me parece que respondemos con exactitud cuando afirmamos que es por medio de la anamnesis como se lleva a cabo. Es preciso dar a este término toda su resonancia. Se trata del acto por el que un hombre “se sitúa” en el suceso cardinal del viernes santo y de la pascua; y del acto (culto) por el cual este suceso cardinal de la historia de la salvación se sitúa a su vez en los siglos que le siguen, sobre tal hombre. Por la anamnesis se beneficia uno de lo que ella hace (recapitular la historia) al tiempo que reactualiza eso mismo.

Podemos decir entonces que el culto de la Iglesia (bautismal y eucarístico, los cuales también conocen la eficacia de la palabra predicada), es uno de los agentes más importante de la historia de la salvación; la continúa, y ésta es una de las razones que explican su necesidad; es un instrumento que el Espíritu Santo emplea para hacer su obra, para dar eficacia en la actualidad a la obra de Cristo, y también para referir a los hombres de hoy de forma salvífica a esta obra pasada, para que puedan beneficiarse de ella.

3. La presencia de Cristo en el culto y en la eplíclesis.

El señor Jesucristo instituyó el culto de la Iglesia en la santa cena; al partir el pan, dijo...”Este es mi cuerpo”, y afirmó que el cáliz de la nueva alianza era su sangre. Además prometió estar con los suyos (Mt. 28:20) hasta el fin del mundo. Y de estar con ellos cuando dos o tres se reunieran en su nombre. Vamos pues a tratar de forma rápida de esta presencia de Cristo en el culto.

El mismo Cristo, pues, había prometido esta presencia. La Iglesia no vive una ilusión cuando se reúne en el nombre del Señor. No conmemora un recuerdo desilusionado como lo hacían sus discípulos el día de la pascua (Lc. 24:13-35; 36-53). Por el contrario revive en el culto el milagro de la resurrección y de la presencia de Cristo resucitado entre los suyos. Debido a esto, el culto cristiano no es el resultado de una ilusión ni de un ejercicio de magia sino una gracia. Gracia, por que la presencia de Cristo es salvífica. Se nos da “el pan de vida que hace vivir para siempre” (Jn 6:51-58), y nos une a Él fortaleciendo nuestra fe.

Los medios por los que atestigua su presencia, son la proclamación del evangelio y la comunión eucarística: “este es mi cuerpo, esta es mi sangre”. El culto es pues un acontecimiento salvífico, un hecho histórico-eclesial.

AD Muller, dice “El culto cristiano es la forma más visible, más densa, más central de la presencia de Cristo en la Iglesia”. Sin embargo hay que aclarar que esta presencia está basada en la fe. Es cierto que el culto por su forma y disciplina puede convencer a quien no cree, de la presencia del Señor (2 Cor 14-23 SS), pero aún los creyentes deben advertir dicha presencia por la fe; lo mismo que sin ella, no es posible reconocer el ministerio de Jesús. Se trata entonces, de un proceso espiritual análogo al reconocimiento del cuerpo inmolado de Cristo en las especies eucarísticas. Su presencia es sacramental, por lo tanto la iglesia no dispone de dicha presencia ni puede provocarla con un automatismo que pueda usar cuando quiera.

En segundo lugar hay que aclarar que esta presencia es imperfecta y que “espera alcanzar su plenitud en la parusía”. El culto aunque prefigure el reino de forma eficaz, aún no lo es.

La presencia de Cristo en el culto de la Iglesia es real, y el creyente puede estar seguro no solo de ella, sino también de sus promesas; solo que la Iglesia no puede ordenarlas ni disponer de ellas a su antojo sino que dependen de la presencia real y libre de Jesucristo. La Iglesia no dispone de esta presencia ni la provoca, sino que la suplica. ¡Maranatha! . Y con esto tocamos el corazón de uno de los problemas que se deben precisar desde los comienzos de la teología litúrgica: “el problema de la epíclesis”.

En la epíclesis se invoca a Dios como Señor libre y soberano. Es decir que si el culto es epliclético, quienes le celebran reconocen humildemente que el Señor al que sirven no está a su disposición, sino que son sus ministros y no sus técnicos. No implica esto que se desconfíe de la promesa de su presencia como si él faltase a su palabra; simplemente significa lo que ya hemos dicho que se reconoce que no dispone de su presencia y que lo reconoce como su Señor: (El hombre al servicio de Dios, y no Dios al servicio del Hombre). Esto es tan fundamental, no sólo en la teología litúrgica, sino también para toda la vida cristiana, que el nuevo testamento llama a los cristianos “los de la epíclesis” (Heb 9:14; cf. 9:21; 1 Cor 1:2 etc.).

Por su carácter epiclético el culto se abre a la acción libre y soberana de su Señor sin manejarlo; por eso se opone a todo concepto de magia .

Podemos concluir entonces, que por el culto no sólo por él, sino también en él y de una forma excelente se continúa la historia de la salvación. Esta es una de las razones que explican su necesidad; es un instrumento que el Espíritu Santo emplea para hacer su obra, para dar eficacia en la actualidad a la obra de Cristo y también para referir a los hombres y sucesos de hoy, de forma salvífica, a esta obra pasada, para que puedan beneficiarse de ella .

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