Solo Dios basta
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―¡Mamá! ¡Arreglar! ―dijo Mateo mientras me alcanzaba uno de sus autitos y un pedacito minúsculo de plástico amarillo.
Después de darle un par de vueltas al cochecito y al diminuto accesorio, logré darme cuenta de que se trataba del volante que se había desprendido del Jeep. Lo coloqué en su lugar y se lo devolví a Mateo diciendo:
―Tomá ―le dije―Ya está. Era el volante ¿ves?
―Sí ―me respondió casi sin desviar la vista de los demás autitos y lo estacionó con los demás.
Me dejó pensando... Mateo, con sus escasos dos años tiene una fe ciega en mi capacidad de arreglar las cosas. Esta dinámica se había repetido ya miles de veces y en circunstancias muy diferentes entre sí: algo no funciona y mamá o papá lo pueden arreglar. Y es ese “pueden” lo que me quedó picando y lo que me llevó a escribir esta reflexión.
Mateo tiene un problema y se abandona a la solución que le brinda alguien que tiene más experiencia, que lo quiere y lo protege. No se plantea la posibilidad de que la situación no tenga solución.
En los momentos más duros de mi vida viene a mi mente aquella oración de Santa Teresa de Avila:
Nada te turbe, nada te espante,
Quien a Dios tiene, nada le falta.
Solo Dios basta.
Sin embargo, muchas veces me resulta difícil abandonarme con fe ciega a los designios de quien tiene mayor experiencia (infinitamente mayor) que yo y que me quiere y me protege. Me cuesta decir “que sea lo que Dios quiera” y realmente vivir con eso.
El pedido de mi hijo de dos años simple y despreocupado, pero de un abandono total (abandono en el buen sentido de la palabra), me hizo pensar en la importancia de mantener una actitud de niño, pura, humilde y de absoluta entrega ante el que vela por nuestras vidas en esos momentos de prueba (y, por qué no, en otros también) Qué bueno sería descansar nuestra soberbia de “ingenieros en todo” en el “solo Dios basta” de la madre Teresa, entregarle nuestros pedacitos de vida desorganizada al Padre y decir:
―¡Papá! ¡Arreglar!
Después de darle un par de vueltas al cochecito y al diminuto accesorio, logré darme cuenta de que se trataba del volante que se había desprendido del Jeep. Lo coloqué en su lugar y se lo devolví a Mateo diciendo:
―Tomá ―le dije―Ya está. Era el volante ¿ves?
―Sí ―me respondió casi sin desviar la vista de los demás autitos y lo estacionó con los demás.
Me dejó pensando... Mateo, con sus escasos dos años tiene una fe ciega en mi capacidad de arreglar las cosas. Esta dinámica se había repetido ya miles de veces y en circunstancias muy diferentes entre sí: algo no funciona y mamá o papá lo pueden arreglar. Y es ese “pueden” lo que me quedó picando y lo que me llevó a escribir esta reflexión.
Mateo tiene un problema y se abandona a la solución que le brinda alguien que tiene más experiencia, que lo quiere y lo protege. No se plantea la posibilidad de que la situación no tenga solución.
En los momentos más duros de mi vida viene a mi mente aquella oración de Santa Teresa de Avila:
Nada te turbe, nada te espante,
Quien a Dios tiene, nada le falta.
Solo Dios basta.
Sin embargo, muchas veces me resulta difícil abandonarme con fe ciega a los designios de quien tiene mayor experiencia (infinitamente mayor) que yo y que me quiere y me protege. Me cuesta decir “que sea lo que Dios quiera” y realmente vivir con eso.
El pedido de mi hijo de dos años simple y despreocupado, pero de un abandono total (abandono en el buen sentido de la palabra), me hizo pensar en la importancia de mantener una actitud de niño, pura, humilde y de absoluta entrega ante el que vela por nuestras vidas en esos momentos de prueba (y, por qué no, en otros también) Qué bueno sería descansar nuestra soberbia de “ingenieros en todo” en el “solo Dios basta” de la madre Teresa, entregarle nuestros pedacitos de vida desorganizada al Padre y decir:
―¡Papá! ¡Arreglar!