Sed llenos del Espiritu
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“No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución antes bien sed llenos del Espíritu” - Efesios 5:18
Prácticamente todos nosotros nos hemos tropezado en alguna ocasión con este verso. Aquéllos que llevamos algún tiempo en el evangelio no tenemos reparos en obedecer la primera parte (“no os embriaguéis con vino”). Ahora bien, ¿cuántos de nosotros buscamos obedecer la segunda parte (“sed llenos del Espíritu”)? ¿Cuántos de nosotros realmente comprendemos su significado, y las connotaciones que ello implica para nuestras vidas? Porque ser lleno del Espíritu es un mandamiento.
El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Trinidad, y como tal, es Dios. Es el propósito de Dios revelarse a nuestras vidas, y que nosotros le conozcamos en toda Su plenitud (Efesios 3:19). Por tal razón vemos al Espíritu Santo fortaleciéndonos (Efesios 3:16) y consolándonos (Juan 14:16). Dentro de todo esto, sin embargo, el propósito primordial del ministerio del Espíritu Santo es exaltar a Cristo (Juan 16:14).
“Y os dará otro Consolador”
Físicamente, Jesús dejó este mundo cuarenta días después de haber resucitado. Pero El prometió no dejarnos solos (Juan 14:18). El mismo Cristo dejó claro que nos convenía que Él se fuese de otra manera no vendría el Consolador (Juan 16:7). “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, Él os guiará” (Juan 16:13 Salmo 143:10). ¡Cuán asombrosa, cuán maravillosa, cuán excelente es la sabiduría del Maestro! Jesús sabía de antemano que necesitábamos un guía, un ayudador por eso nos envió el Espíritu Santo. ¿Y quién de nosotros no necesita esa divina guianza en estos tiempos de tan densa oscuridad? ¿Podría un niño pequeño en la calle regresar por sí solo a su casa, sin ayuda? ¿Te atreverías manejar en una ciudad desconocida sin un mapa? ¿Cómo te sentirías si las calles no estuvieran rotuladas? Aún los inmensos e imponentes trasatlánticos necesitan de pequeños remolcadores para no quedar encallados en los arrecifes de la bahía. ¡Todos nosotros, grandes y pequeños, necesitamos la guianza del Espíritu! Cabe ahora preguntar, ¿a dónde nos guiará el Espíritu Santo? Ciertamente una nave, sin rumbo, sin destino, carece de propósito y significado. “Él os guiará a toda la verdad” (Juan 14:6). El Espíritu Santo nos guía a Jesús.
El Espíritu de Jesús
Dios no solamente quiere que le conozcamos en Su plenitud también desea que seamos llenos del conocimiento de Su voluntad (Colosenses 1:9). ¿Y cuál es la voluntad de Dios? Ciertamente podríamos invocar un sinnúmero de argumentos con respecto a Su voluntad para cada una de nuestras situaciones particulares sin embargo, podemos decir, de acuerdo a la Palabra, y en términos claros y sencillos, que por encima de cualquier circunstancia temporal, la voluntad de Dios es UNA SOLA: que seamos conforme a la imagen de Jesús (Romanos 8:29), que cada uno de nosotros alcance la plenitud de Cristo (Efesios 4:13). Cuando estudiaba en la universidad, comenzaron a aparecer centros de fotocopias que prometían duplicados “mejores que el original”. Lejos esté de nosotros siquiera pensar que podemos ser mayores que Cristo no obstante, creo firmemente que es la voluntad de Dios que seamos iguales a Jesús, que seamos “fotocopias” de Él. Que cuando llegue aquel día, cuando estés ante la presencia del Padre, que al mirarte puedas ver una sonrisa en Sus labios y le escuches decir: “Es idéntico a Mi Hijo”.
Es aquí donde el Espíritu se manifiesta de una manera sin precedentes en la vida del creyente, transformándonos a imagen de Jesús (2 Corintios 3:18), para que seamos santos como Él (1 Pedro 1:15), compasivos como Él (Mateo 9:36), mansos como Él (Mateo 11:29), obedientes como Él (Hebreos 5:8-9). Aún desde el Antiguo Testamento Dios nos dice “y pondré ... mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos” (Ezequiel 36:27). No es de extrañar entonces que al Espíritu Santo también se le conozca como el Espíritu de Cristo (1 Pedro 1:11). Esta transformación no ocurrirá en un momento tampoco significa que una vez estemos llenos no necesitaremos más. Dios espera que nos llenemos “de día en día” (2 Corintios 4:16). El Espíritu Santo no realiza este proceso por encima de nuestra voluntad si bien es Él quien nos transforma, está de nosotros el que se lo permitamos y el que activamente lo anhelemos y busquemos (Romanos 12:2).
Ríos de agua viva
Al hablar acerca de la llenura del Espíritu Santo, Jesús dijo de los creyentes: “de su interior correrán ríos de agua viva” (Juan 7:38-39). Al examinar este versículo notamos algo interesante. No dice “en su interior”, sino “de su interior”. Es decir, que la llenura del Espíritu no es necesariamente aquella experiencia mística de “sentir” los “ríos de agua viva”, sino que va mucho más allá. Cuando el creyente está lleno de Dios, estas aguas vivas brotan de su interior, llenándolo hasta colmarlo. Pero no se quedan allí, sino que continúan brotando hasta derramarse, mojando e inundando todo aquello que esté cerca. Este mover del Espíritu Santo tiene dos propósitos. Primero: toda suciedad, toda inmundicia es lavada, es llevada fuera por el incesante fluir del agua del Espíritu. Segundo, tiene que ser inevitable que el Espíritu toque e inunde a otros a través de aquél que está lleno de Dios. Cuando el creyente está lleno del Espíritu, tiene para dar a otros, los miembros del Cuerpo son edificados y Cristo es glorificado.
Para tratar de visualizar de una manera más vívida el obrar del Espíritu en la vida de los creyentes, la Palabra establece que todos nosotros somos árboles (Isaías 61:3b) plantados a lo largo del río de aguas del Espíritu (Jeremías 17:7-8 Salmo 1:1-3). Del árbol podemos notar que, además de raíces, tronco y ramas, tiene hojas y fruto. Las hojas engalanan el árbol, y permiten que éste pueda dar sombra al cansado sin embargo, el fruto es el que da a conocer el árbol (Mateo 7:20), y sirve como alimento. Ambos realizan una función importante no obstante, no es de extrañar que Dios enfatice tanto la presencia de fruto en la vida del creyente más que cualquier otra cosa. El árbol saludable, el buen árbol, da buen fruto el árbol que no da buen fruto no sirve, es cortado y echado al fuego (Mateo 7:19).
La maldición de la higuera
En una ocasión Jesús, al tener hambre, vio una higuera cerca del camino (Marcos 11:12-14). (Se dice que la higuera echa el fruto antes de echar las hojas). Acercándose, vio que tenía hojas, pero no halló fruto, y la maldijo. Fijémonos que aunque no era tiempo de higos, la higuera ya tenía hojas, por lo que se suponía que ya tuviera fruto.
Es importante entender el significado de esta parábola para comprender las prioridades de Dios para nuestras vidas. Las hojas lucen bien (cantar, tocar instrumentos, dirigir, alabar, danzar, enseñar, predicar, orar para que los enfermos sean sanados,...) sin embargo Dios desea ver fruto en nosotros. Mas no es cualquier fruto, puesto que hay fruto que alimenta y trae crecimiento, pero los hay también que destruyen, envenenan y matan. El Espíritu Santo produce en nosotros buen fruto (Gálatas 5:22-23 Efesios 5:9), mucho fruto (Juan 15:5), es decir, la imagen de Cristo en nosotros. El cristiano que está lleno de Dios produce fruto, y se parece cada día más a Jesús: es algo natural, inevitable, incontrolable. El hombre y la mujer que no produce fruto no es por responsabilidad de Dios simplemente no están plantados junto a las aguas del Espíritu.
“Pero recibiréis poder...”
De este modo es posible distinguir, por debajo de toda apariencia, cuándo el creyente está lleno de Cristo. El fruto SE VE. Y es cuando los hombres ven este fruto en nosotros que Dios es glorificado (Mateo 5:16). Así nos constituimos en ejemplo para los demás creyentes (Filipenses 3:17 4:9), y en testigos para los no creyentes. Es que no es otro el propósito de la promesa del Padre: “recibiréis poder (el Espíritu Santo) ... y me seréis testigos” (Hechos 1:8). No hay mayor testimonio al mundo que un creyente lleno del Espíritu, a semejanza de Cristo, para que los hombres puedan ver en nosotros el rostro de Jesús que los llama a vivir vidas santas y rectas para Él. Un creyente lleno de Dios testifica al mundo con palabras y con hechos el poder de Cristo para salvar, sanar, perdonar y restaurar. Un creyente que dice estar lleno del Espíritu, pero cuya vida no es de buen testimonio a los demás, es semejante a la higuera maldita por Jesús: con hojas, pero sin fruto.
“Si vosotros, siendo malos... ¿cuánto más vuestro Padre celestial...?”
Está claro a través de las páginas de la Escritura que el Espíritu Santo quiere, anhela y desea ardientemente llenarnos, limpiarnos, transformarnos, y que produzcamos fruto de Él. Depende de nosotros el que consintamos a que Él realice su divina obra. En más de una ocasión, la visitación de Dios fue paralizada por el pueblo que decía: “No andaremos ... no escucharemos” (Jeremías 6:16-17). Todavía resuenan aquellas palabras de Jesús: “Quiero” (Marcos 1:40-41). “Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lucas 11:13). “Pedid, y se os dará buscad, y hallaréis” (Mateo 7:7). Pídelo, búscalo, vívelo.
¿Quieres ser lleno del Espíritu?
Prácticamente todos nosotros nos hemos tropezado en alguna ocasión con este verso. Aquéllos que llevamos algún tiempo en el evangelio no tenemos reparos en obedecer la primera parte (“no os embriaguéis con vino”). Ahora bien, ¿cuántos de nosotros buscamos obedecer la segunda parte (“sed llenos del Espíritu”)? ¿Cuántos de nosotros realmente comprendemos su significado, y las connotaciones que ello implica para nuestras vidas? Porque ser lleno del Espíritu es un mandamiento.
El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Trinidad, y como tal, es Dios. Es el propósito de Dios revelarse a nuestras vidas, y que nosotros le conozcamos en toda Su plenitud (Efesios 3:19). Por tal razón vemos al Espíritu Santo fortaleciéndonos (Efesios 3:16) y consolándonos (Juan 14:16). Dentro de todo esto, sin embargo, el propósito primordial del ministerio del Espíritu Santo es exaltar a Cristo (Juan 16:14).
“Y os dará otro Consolador”
Físicamente, Jesús dejó este mundo cuarenta días después de haber resucitado. Pero El prometió no dejarnos solos (Juan 14:18). El mismo Cristo dejó claro que nos convenía que Él se fuese de otra manera no vendría el Consolador (Juan 16:7). “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, Él os guiará” (Juan 16:13 Salmo 143:10). ¡Cuán asombrosa, cuán maravillosa, cuán excelente es la sabiduría del Maestro! Jesús sabía de antemano que necesitábamos un guía, un ayudador por eso nos envió el Espíritu Santo. ¿Y quién de nosotros no necesita esa divina guianza en estos tiempos de tan densa oscuridad? ¿Podría un niño pequeño en la calle regresar por sí solo a su casa, sin ayuda? ¿Te atreverías manejar en una ciudad desconocida sin un mapa? ¿Cómo te sentirías si las calles no estuvieran rotuladas? Aún los inmensos e imponentes trasatlánticos necesitan de pequeños remolcadores para no quedar encallados en los arrecifes de la bahía. ¡Todos nosotros, grandes y pequeños, necesitamos la guianza del Espíritu! Cabe ahora preguntar, ¿a dónde nos guiará el Espíritu Santo? Ciertamente una nave, sin rumbo, sin destino, carece de propósito y significado. “Él os guiará a toda la verdad” (Juan 14:6). El Espíritu Santo nos guía a Jesús.
El Espíritu de Jesús
Dios no solamente quiere que le conozcamos en Su plenitud también desea que seamos llenos del conocimiento de Su voluntad (Colosenses 1:9). ¿Y cuál es la voluntad de Dios? Ciertamente podríamos invocar un sinnúmero de argumentos con respecto a Su voluntad para cada una de nuestras situaciones particulares sin embargo, podemos decir, de acuerdo a la Palabra, y en términos claros y sencillos, que por encima de cualquier circunstancia temporal, la voluntad de Dios es UNA SOLA: que seamos conforme a la imagen de Jesús (Romanos 8:29), que cada uno de nosotros alcance la plenitud de Cristo (Efesios 4:13). Cuando estudiaba en la universidad, comenzaron a aparecer centros de fotocopias que prometían duplicados “mejores que el original”. Lejos esté de nosotros siquiera pensar que podemos ser mayores que Cristo no obstante, creo firmemente que es la voluntad de Dios que seamos iguales a Jesús, que seamos “fotocopias” de Él. Que cuando llegue aquel día, cuando estés ante la presencia del Padre, que al mirarte puedas ver una sonrisa en Sus labios y le escuches decir: “Es idéntico a Mi Hijo”.
Es aquí donde el Espíritu se manifiesta de una manera sin precedentes en la vida del creyente, transformándonos a imagen de Jesús (2 Corintios 3:18), para que seamos santos como Él (1 Pedro 1:15), compasivos como Él (Mateo 9:36), mansos como Él (Mateo 11:29), obedientes como Él (Hebreos 5:8-9). Aún desde el Antiguo Testamento Dios nos dice “y pondré ... mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos” (Ezequiel 36:27). No es de extrañar entonces que al Espíritu Santo también se le conozca como el Espíritu de Cristo (1 Pedro 1:11). Esta transformación no ocurrirá en un momento tampoco significa que una vez estemos llenos no necesitaremos más. Dios espera que nos llenemos “de día en día” (2 Corintios 4:16). El Espíritu Santo no realiza este proceso por encima de nuestra voluntad si bien es Él quien nos transforma, está de nosotros el que se lo permitamos y el que activamente lo anhelemos y busquemos (Romanos 12:2).
Ríos de agua viva
Al hablar acerca de la llenura del Espíritu Santo, Jesús dijo de los creyentes: “de su interior correrán ríos de agua viva” (Juan 7:38-39). Al examinar este versículo notamos algo interesante. No dice “en su interior”, sino “de su interior”. Es decir, que la llenura del Espíritu no es necesariamente aquella experiencia mística de “sentir” los “ríos de agua viva”, sino que va mucho más allá. Cuando el creyente está lleno de Dios, estas aguas vivas brotan de su interior, llenándolo hasta colmarlo. Pero no se quedan allí, sino que continúan brotando hasta derramarse, mojando e inundando todo aquello que esté cerca. Este mover del Espíritu Santo tiene dos propósitos. Primero: toda suciedad, toda inmundicia es lavada, es llevada fuera por el incesante fluir del agua del Espíritu. Segundo, tiene que ser inevitable que el Espíritu toque e inunde a otros a través de aquél que está lleno de Dios. Cuando el creyente está lleno del Espíritu, tiene para dar a otros, los miembros del Cuerpo son edificados y Cristo es glorificado.
Para tratar de visualizar de una manera más vívida el obrar del Espíritu en la vida de los creyentes, la Palabra establece que todos nosotros somos árboles (Isaías 61:3b) plantados a lo largo del río de aguas del Espíritu (Jeremías 17:7-8 Salmo 1:1-3). Del árbol podemos notar que, además de raíces, tronco y ramas, tiene hojas y fruto. Las hojas engalanan el árbol, y permiten que éste pueda dar sombra al cansado sin embargo, el fruto es el que da a conocer el árbol (Mateo 7:20), y sirve como alimento. Ambos realizan una función importante no obstante, no es de extrañar que Dios enfatice tanto la presencia de fruto en la vida del creyente más que cualquier otra cosa. El árbol saludable, el buen árbol, da buen fruto el árbol que no da buen fruto no sirve, es cortado y echado al fuego (Mateo 7:19).
La maldición de la higuera
En una ocasión Jesús, al tener hambre, vio una higuera cerca del camino (Marcos 11:12-14). (Se dice que la higuera echa el fruto antes de echar las hojas). Acercándose, vio que tenía hojas, pero no halló fruto, y la maldijo. Fijémonos que aunque no era tiempo de higos, la higuera ya tenía hojas, por lo que se suponía que ya tuviera fruto.
Es importante entender el significado de esta parábola para comprender las prioridades de Dios para nuestras vidas. Las hojas lucen bien (cantar, tocar instrumentos, dirigir, alabar, danzar, enseñar, predicar, orar para que los enfermos sean sanados,...) sin embargo Dios desea ver fruto en nosotros. Mas no es cualquier fruto, puesto que hay fruto que alimenta y trae crecimiento, pero los hay también que destruyen, envenenan y matan. El Espíritu Santo produce en nosotros buen fruto (Gálatas 5:22-23 Efesios 5:9), mucho fruto (Juan 15:5), es decir, la imagen de Cristo en nosotros. El cristiano que está lleno de Dios produce fruto, y se parece cada día más a Jesús: es algo natural, inevitable, incontrolable. El hombre y la mujer que no produce fruto no es por responsabilidad de Dios simplemente no están plantados junto a las aguas del Espíritu.
“Pero recibiréis poder...”
De este modo es posible distinguir, por debajo de toda apariencia, cuándo el creyente está lleno de Cristo. El fruto SE VE. Y es cuando los hombres ven este fruto en nosotros que Dios es glorificado (Mateo 5:16). Así nos constituimos en ejemplo para los demás creyentes (Filipenses 3:17 4:9), y en testigos para los no creyentes. Es que no es otro el propósito de la promesa del Padre: “recibiréis poder (el Espíritu Santo) ... y me seréis testigos” (Hechos 1:8). No hay mayor testimonio al mundo que un creyente lleno del Espíritu, a semejanza de Cristo, para que los hombres puedan ver en nosotros el rostro de Jesús que los llama a vivir vidas santas y rectas para Él. Un creyente lleno de Dios testifica al mundo con palabras y con hechos el poder de Cristo para salvar, sanar, perdonar y restaurar. Un creyente que dice estar lleno del Espíritu, pero cuya vida no es de buen testimonio a los demás, es semejante a la higuera maldita por Jesús: con hojas, pero sin fruto.
“Si vosotros, siendo malos... ¿cuánto más vuestro Padre celestial...?”
Está claro a través de las páginas de la Escritura que el Espíritu Santo quiere, anhela y desea ardientemente llenarnos, limpiarnos, transformarnos, y que produzcamos fruto de Él. Depende de nosotros el que consintamos a que Él realice su divina obra. En más de una ocasión, la visitación de Dios fue paralizada por el pueblo que decía: “No andaremos ... no escucharemos” (Jeremías 6:16-17). Todavía resuenan aquellas palabras de Jesús: “Quiero” (Marcos 1:40-41). “Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lucas 11:13). “Pedid, y se os dará buscad, y hallaréis” (Mateo 7:7). Pídelo, búscalo, vívelo.
¿Quieres ser lleno del Espíritu?