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Saber decir, saber callar

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Estos dos saberes están íntimamente relacionados. Saber cuándo hablar es también saber cuándo callar. Uno no existe sin el otro. En el libro de Eclesiastés se nos dice que hay un tiempo de hablar y un tiempo de callar (3:7). Hay varios tipos de silencio, de ahí que algunos digan que el silencio es un idioma en sí mismo.

Saber callar también forma parte de la asertividad, ese estilo de comunicación para expresar firme y adecuadamente lo que pensamos, sentimos y necesitamos, desde un estado interior de confianza y respeto hacia nosotros mismos y hacia los demás. Cuando lo que vamos a decir no construye, no tiende puentes, es más asertivo callar que decir. Es bueno que nuestras palabras sean mejores que nuestros silencios.  

La Biblia le da al tema mucha importancia. En la carta a los Efesios 4:29 se lee: “No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen”. Jesús mismo habla acerca de que seremos juzgados por nuestras palabras inútiles (Mateo 12: 35-37). En la carta de Santiago se trata la cuestión del decir con alguna amplitud. Para Santiago, la peligrosidad de la lengua es un dato que ha de ser tenido en seria consideración. En la tradición bíblica la palabra tiene un poder casi mágico. Santiago es consciente que aun en las comunidades cristianas, también en las familias, la palabra es más usada como arma que como instrumento de edificación, más para imponer que para comunicar. A veces, en lugar de servir para descubrir con otros la verdad, poniendo en común distintos fragmentos de esa verdad, conduce a contraposiciones y personalismos. Porque la palabra puede alegrar, aliviar, consolar, construir, pero también anular, amargar, destruir… Por eso, Santiago dice que el que se cree religioso mire por lo que dice. Alguien ha dicho que con la lengua se tropieza más seguido que con los pies. A veces, hablamos apresuradamente, de mal modo, con mensajes que, aunque sean verdaderos, no nos hacen bien ni a nosotros ni a los demás.

Es más, vivimos en un contexto que estimula la violencia. A este respecto, Eduardo Galeano comentaba “La violencia engendra violencia como se sabe, pero también engendra ganancias para la industria de la violencia que la vende como espectáculo y la convierte en objeto de consumo”.  Y este autor agregaba: “vivimos en un mundo donde el funeral importa más que el muerto, la boda más que el amor y el físico más que el intelecto. Vivimos en la cultura del envase que desprecia el contenido”. Somos de una época en que el hablar abunda, pero que nos pasemos el día hablando no significa necesariamente que digamos mucho. A pesar que nos damos cuenta de la enorme importancia que la palabra tiene estamos en un tiempo en que cada vez se habla más, se publica más, se escribe más y se dice menos. Abundan, hoy los discursos vacíos.

Escuchar, por otro lado, es básicamente un acto de silencio. Poca gente escucha con la intención de entender, muchos escuchan con la intención de responder. Las palabras pueden no recordarse, las que menos olvidamos son las que nos hicieron sentir. En esa línea, autocontrol no significa meramente represión, sino que controlo mis sentimientos, que sé cómo tratarlos y llevarlos a buen puerto. Podemos arrepentirnos de las cosas que alguna vez hemos dicho. Hay cosas que habitualmente no regresan: las palabras dichas, el tiempo transcurrido y, a veces, las oportunidades.

Quizás evitamos el silencio, prefiriendo en su lugar cualquier ruido, cualquier palabra o distracción, porque la paz interior es un asunto arriesgado, nos conduce al contacto íntimo con nosotros mismos. A veces se calla para conservar la paz. Para no ser mudos hay que empezar por no ser sordos.

Pero Eladia Blázquez nos advierte sobre otros aspectos de los silencios cuando dice (o canta) en “Honrar la vida”: “Merecer la vida no es callar y consentir, tantas injusticias repetidas. ¡Es una virtud, es dignidad! Y es la actitud de identidad ¡más definida!”. Complementando la idea de lo que decimos, es bueno recordar que las palabras no dichas pueden acumularse en el cuerpo, transformarse en insomnio, en nudos en la garganta, en tristeza, en enfermedad…, y a veces, callar lo que sentimos nos hace perder aquello que queremos.

Se trata de decir lo que es necesario decir, paciencia para encontrar el momento adecuado, conocer el valor de la espera, sin pretender tener todo controlado, prudencia para intervenir con discreción y justicia.

Los adelantos de la ciencia no han producido un medicamento más tranquilizador y tan eficaz como las palabras bondadosas. Necesitamos descubrir la fuerza de la dulzura y el buen trato. Dulzura no es  adulación barata, ni estar siempre de acuerdo, ni faltar a la verdad, pero es una fuerza que no necesita apelar a la violencia, a la prepotencia ni al atropello.

¡Cuán a menudo las resistencias más obstinadas se desvanecen frente a la fuerza inapreciable de la dulzura así como las heridas más profundas del corazón pueden cicatrizar con las caricias y sabiduría de las palabras! No hay amor sin compasión, sensibilidad, amabilidad porque tratar bien al otro supone respeto y sacralidad de la palabra. 

Pastor Hugo N. Santos

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