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Recursos litúrgicos y pastorales (febrero y marzo 2020)

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Si el culto es el momento más importante de la epifanía de la Iglesia, se puede decir que la Iglesia, por medio de su culto, es consciente de ser una comunidad bautismal, nupcial, católica, diaconal y apostólica. Veamos este esquema con más detención.

  • Por su culto y en él, la Iglesia aparece y toma conciencia de sí misma como comunidad bautismal. Por el culto, la Iglesia “sale, sin pretensiones, pero con firmeza, del medio profano en que está ordinariamente sumergida” (K. Barth). Hace falta “salir del campamento” (Heb 13.13) para poder presentar a Dios el culto que le es grato. El culto transfigura el mundo, a la vez que queda amenazado por él. La comunidad de bautizados que el culto hace aparecer es una comunidad de hombres y de mujeres y de niños que han renunciado al mundo, que están “muertos al pecado” (Rom 6.11). Pero esta muerte no los ha aniquilado, ni los ha falseado. Se encuentran en el culto, muertos y resucitados con ellos, su lengua, su cultura, sus pasiones, su estilo. Pero este mundo puede convertirse, también, para el culto de la iglesia, en una amenaza: la Iglesia no está nunca libre de recaídas.
  • El culto revela a la Iglesia como comunidad nupcial: la Iglesia, por medio de su culto, aparece como la esposa de Cristo, es decir, la que ha respondido sí a la palabra del Señor, a su llamada. Y por eso la hace aparecer como comunidad de fe y como comunidad de esperanza. La esposa de Cristo, es decir, y de forma polémica, la que no es adúltera, la que no engaña a su liberador y esposo; la que sabe hacer la elección entre la palabra de quien la ama y la de quienes la querrían seducir; la que no se alegra por el retraso de quien espera; la que se niega a vivir para sí misma.
  • El culto hace aparecer a la Iglesia como comunidad católica. Y ello es reconocer (1) que la Iglesia se sitúa más allá de las barreras sociológicas; es un lugar de acogida para todos (Lc 10.34), más allá del orgullo, de la codicia, de la explotación y de la envidia. Lo que el mundo separa o confunde, ella distingue y une.

Es reconocer, también (2), que permite a los bautizados ser sus miembros en toda su plenitud antropológica: pueden ser ellos mismos, restituidos a esa humanidad gracias a la salvación. Están allí para escuchar la palabra de Dios y para responder a ella, para mirar y para moverse.

Pero también, la Iglesia atestigua su catolicidad (3) arreglando lo que divide a los seres humanos en el espacio; une lo que está disperso; une al mundo en la solidaridad, negándose a admitir el olvido o el desprecio a los demás; e incluso en una dimensión vertical: el cielo y el descanso de los difuntos piden que se los admita en el culto.

El culto hace aparecer a la Iglesia en su catolicidad en el tiempo: la iglesia atestigua que ella reúne los siglos, abarca el conjunto de la historia de la salvación, negándose a permitir que caiga en el olvido lo que ha pasado o que se esfume en la ilusión de lo prometido.

En cuarto lugar (4), la Iglesia toma conciencia de sí misma como comunidad diaconal. No tiene justificación en sí misma: es para Dios y para los seres humanos como lo fue Cristo. Y también, porque el culto le permite aparecer no como un bloque, sino como cuerpo con diversidad de miembros, distintos en sus funciones y en su importancia. El culto invita a los miembros de la Iglesia a ayudarse mutuamente en la obra de la salvación.

Y por último (5), la Iglesia confiesa lo que ella es presentándose como comunidad apostólica o misionera. La Iglesia se distingue del mudo por su culto, no solo porque no abarca a todos los seres humanos, sino además porque no está reunida de forma continua; hay un día de la Iglesia, es decir, un día de culto, el domingo. La intermitencia del mismo enseña a la Iglesia que está aún en el mundo, que no ha llegado aún el gran sábado. El culto es la epifanía de la Iglesia como comunidad misionera, en el sentido de que obliga a enviar al mundo a lo largo de la semana a los que ha reunido el primer día de la misma.

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