Mateo 16:13-20

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Sal 138; Is 51:1-6; Ro 12:1-8; Mt 16:13-20.

Introducción

La pregunta de Jesús a sus discípulos suena hoy tan válida como en aquellos tiempos. “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” Si en aquella época la mayoría de las personas no sabían quién era Jesús, hoy es el personaje más famoso de la historia humana. Hay miles o millones de imágenes suyas y es adorado y venerado en miles de templos. Son innumerables los libros escritos sobre él y sus enseñanzas y centenares las películas filmadas acerca de su vida. Pero… ¿sabemos quien es?

Nombres y personajes

En este pasaje se nombran muchas personas y actúan varios personajes. Cuando los discípulos responden a su pregunta nombran a Juan el Bautista, Elías, Jeremías… Del primero sabemos que había sido recientemente asesinado por Herodes (14:1-12) y que muchos lo consideraban un profeta de tal magnitud que bien podía resucitar y volver a presentarse en la figura de Jesús. Algunos entonces pensaban que ese que caminaba entre ellos era Juan resucitado. Sobre Elías existía la tradición que había de volver. Esto se basaba en la narración de su exaltación a los cielos (2 Rey 2:11) en reemplazo de una simple narración de su fallecimiento. Se pensaba que si no murió y fue elevado por Dios a los cielos, entonces está vivo y ha de volver. Luego se menciona a “Jeremías y alguno de los profetas”, tan sólo para recordarnos que la expectativa mesiánica se construyó sobre la esperanza de que alguno de los grandes hombres de Dios volvería para instaurar el reino eterno. Jeremías gozaba de una alta estima debido a su papel protagónico en las historias de su libro. Este profeta siempre fue en la imaginación judía un candidato a volver para instaurar el reino de Dios.

Es notable constatar que en los tres casos a Jesús lo identifican con personas muertas. Este hecho no los perturbaba, ni siquiera a los propios discípulos. Desde otro punto de vista uno podría esperar que vincularan a Jesús con una función social “patrocinada” por Dios: un militar libertador, un sacerdote purificador del templo, un maestro de sabiduría, etc. Sin embargo algo había en él que inducía a buscar más allá de las coordenadas regulares. De todos modos, aún con buenas intenciones, no daban en la tecla al momento de identificar a quién tenían delante.

El discípulo Simón aquí es también llamado Pedro. Este último nombre es simbólico ya que en aquel entonces no era utilizado como nombre propio. Significa “piedra” o “roca” y corresponde a la traducción griega del nombre semita Cefas que tiene el mismo sentido. La costumbre de dar nombres significantes era habitual y practicada con celo al punto conocido de cambiar de nombre cuando se entendía que algo fundamental había mudado en la vida de una persona. De modo que este nombre se ajusta a lo que vendrá enseguida, la declaración de que sobre esta piedra (o sobre Pedro) construiré
mi iglesia.

Dos nombres espaciales aparecen en la narración. Cesarea de Filipo era una ciudad varios kilómetros al norte del mar de Galilea, casi un límite para la tierra de Israel. No debe confundirse con la Cesarea Marítima ubicada en la costa mediterránea y por momentos ciudad capital de toda la región de la que aún hoy hay formidables restos arqueológicos. Estabas lejos de los centros religiosos y políticos y quizás en razón de esto es que Jesús la elige para hacer tal pregunta y a continuación anunciar por primera vez su destino de muerte y resurrección (21-28).

El segundo nombre espacial es el Hades. Es obvio que no tiene un referente geográfico pero en la concepción de la época era un lugar bien específico. Era el lugar donde moraban las almas de los muertos a la espera de la resurrección final. Debe evitarse toda asimilación a la idea de lugar de castigo presente en la palabra infierno. El Hades era el lugar donde justos e impíos moraban. No era un lugar atractivo pero tampoco se lo consideraba una tragedia permanecer en él. Lo que establecía una diferencia era que en el juicio final algunos iban a ser retenidos en el Hades mientras que otros saldrían para habitar en el Reino celestial. La expresión “las puertas del Hades no la dominarán” significa que quienes estén en la iglesia no serán retenidos en aquel juicio por este lugar de muertos.

La confesión

Ante la evidente confusión Jesús insiste en preguntar ahora a ellos mismos quienes dicen que él es. A esta pregunta contesta Pedro afirmando que él es “el Cristo, el hijo del Dios viviente”. Esta confesión se la conoce como “confesión petrina” y es importante señalar que comparte con la “confesión marteana” (Juan 11:26b-27) ser los dos textos evangélicos que hacen explícita la identidad de Jesús como Cristo. Entre otras cosas la versión de Marta está enriquecida respecto a la petrina en que es en respuesta a “¿Crees esto?”

En nuestro caso la afirmación de Pedro concentra las expectativas respecto al Mesías. Confesarlo Cristo significa que es más que un excelente maestro de doctrina, más que un sabio versado en las escrituras. Lo coloca más allá de una buena persona que cura y se compadece de los pobres y marginados. Cristo significa ungido, elegido por Dios para una tarea que ningún otro puede realizar por él. Decir que es el Cristo es reconocer que en la historia de Dios con su pueblo se ha operado una bisagra fundamental.

A la vez, confesarlo hijo del Dios viviente era una forma de declarar su vínculo con el Dios de Israel. En aquellos tiempos sobraban dioses romanos y griegos, cananeos y egipcios, y tantos otros a los que podía atribuírseles el poder de enviar un emisario. Era un tiempo en que todo valía en términos religiosos – y en eso no estamos nosotros hoy lejos. La expresión Dios viviente se aplicaba en los círculos judíos sólo a su Dios y como una forma de distinguirlo de los demás. Mientras el Dios de Israel era un Dios que actuaba en la historia y hablaba por medio de sus profetas, los otros Dioses eran considerados mudos, silenciosos, inexistentes.
Aún hoy se discute si la declaración de Jesús al decir “sobre esta piedra edificaré mi iglesia” refiere a la persona de Pedro o a la confesión que el discípulo acaba de hacer. Lo que está claro en el texto es que es la confesión de fe que acaba de hacer la que otorga a Pedro la condición de ser alguien sobre el que se construirá la naciente iglesia. Algunas líneas más abajo Jesús lo va a llamar Satanás (16:23) debido a que su actitud estorba el desempeño del ministerio de Jesús y sin duda sobre esa otra actitud del mismo Pedro no hay ninguna iglesia que se pueda construir. De todos modos es importante señalar que Jesús no delega la tarea de construir la iglesia en Pedro sino que preserva para sí mismo la autoridad de la tarea. Es el Señor el que dirigirá la construcción. Del mismo modo la declaración de Jesús es referida a esa situación particular y no supone la transmisión a sucesores, esto es, el poder de determinar quien a de seguir la construcción luego de Pedro. De hecho el liderazgo a poco de comenzar a crecer la iglesia luego de pentecostés se va a diversificar incluso sobre líderes anónimos, lo que refuerza la idea de que es la declaración de fe la que concede continuidad al liderazgo y la existencia de la comunidad.

La iglesia de ayer y de hoy

A los efectos de una predicación este texto es de una riqueza inmensa. No sólo habla de la base confesional de toda iglesia cristiana sino que nos enfrenta con el desafío de ser lo que allí se confiesa. En otras palabras, nos confronta con la responsabilidad de anunciar que Jesús es el Cristo. La iglesia naciente hizo de esa confesión la roca sobre la que basó su fundamento. Por ella vivieron y murieron los primeros cristianos. Por afirmarla encontraron la vida y a veces también la muerte hombres y mujeres de todos los tiempos. La iglesia de hoy también tiene por delante la tarea de afirmar las mismas palabras y hacerlas el centro de su anuncio.

Vamos a señalar tres aspectos en la vida de la iglesia actual que consideramos deben estar presentes en una predicación sobre este tema.


El primero es que afirmar a Jesús como Cristo es negar la deificación de toda otra esfera de la vida. Hoy se deifica desde el mercado económico hasta los artistas televisivos. A estos se los llama “ídolos” sin reparar en el sentido de esa palabra. El mercado deificado es quizás el ejemplo más triste. Hay que creer en lo benéfico de sus leyes como si la economía no fuera una ciencia casi exacta cuyos resultados contradicen esa prédica en cada momento. Y como todo ídolo ese mercado reclama víctimas: los desocupados, los jubilados, los jóvenes sin futuro, los niños olvidados, y tantos otros son ofrecidos en su altar.

Otro aspecto de afirmar a Jesús como Cristo es que anuncia el triunfo de la voluntad de Dios por sobre la muerte y la mentira. Pero ese triunfo que debe ser conocido por todos está velado por la mezquindad humana y por la inacción de la iglesia. Nuestra pereza demora el hecho de que otras personas conozcan la alegría de vivir como parte de un pueblo que sabe que la última palabra la tiene Dios y que ya ha manifestado su voluntad para con sus hijas e hijos. Cada lágrima derramada por efecto de la crueldad humana es una afrenta al Cristo resucitado que sufrió para que el dolor injusto no existiera más.

El tercer aspecto de proclamar a Jesús como el Cristo consiste en que hemos de asumir ser parte de su iglesia allí donde nos ha tocado estar. Los primeros cristianos no eligieron ni el tiempo ni el lugar para vivir su fe. Tampoco nosotros elegimos este tiempo. Pero aquí debemos dar testimonio de la presencia de Cristo en medio nuestro. Quizás debamos comenzar por preguntarnos qué significa ser testigo de Cristo hoy en este barrio, en esta ciudad. Quienes son aquellos que nos rodean y que esperan al igual que aquellos habitantes de Galilea que el Jesús hecho Cristo se les presente y les cambie la vida. La diferencia es que hoy la tarea es nuestra.

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