Mateo 14:22-33
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Introducción
Luego de la multiplicación de panes y peces Jesús envía a sus discípulos a cruzar el mar de Galilea mientras él despide a las personas que lo siguieron para entonces retirarse a orar. ¿Será que desea continuar con su meditación motivada por la muerte de Juan el Bautista (14:1-12), la que fuera interrumpida por la gente? ¿O se retira para meditar en el milagro reciente, el que acaba de efectuar? No lo sabemos con exactitud pero lo que sí podemos afirmar que cuando se hizo la media noche y finalizó su tiempo de oración se dirigió nuevamente hacia sus discípulos. Y como estaban en medio del lago y para colmo el viento era fuerte y contrario a su dirección, lo hizo caminando sobre las aguas. ¿Por qué?
El sentido de los milagros de Jesús
Hace algunos años se intentaba mostrar que las narraciones de milagros de Jesús eran relatos construidos sobre hechos naturales comunes que se agigantaban a fin de exaltar la divinidad del Mesías. En este caso se sugería que la barca no estaba lejos de la orilla pero la oscuridad nocturna y el viento les daban la sensación de estar en medio del lago. Así, Jesús se habría acercado caminando sobre las piedras de la orilla pero fue visto por los discípulos como caminando sobre las aguas. Pedro también habría pisado sobre piedras o el mismo lecho del lago pero a poco de andar su temor a las olas y la oscuridad lo habría hecho caer y hundirse. Como alternativa racional no está mal pensada, pero adolece de considerar los milagros como desafíos a la razón más que como testimonio de la diferencia esencial entre Dios y nosotros, entre nuestros caminos y los suyos. Aquella reflexión se pregunta cómo sucedió tal hecho milagroso y cual es su posible explicación racional. Esta otra se pregunta por el sentido del milagro, lo que encierra y lo que muestra, el desafío a la fe que supone su trama que supera largamente los mismos hechos físicos sucedidos.
Las narraciones de milagros tienen al menos cuatro intenciones. En primer lugar dan testimonio del poder de Dios sobre todas las cosas, incluida la naturaleza por él mismo creada. Las leyes naturales rigen el desarrollo de las cosas pero éstas están también sujetas de la acción de Dios. Con esto se opone al fatalismo de ayer y hoy que supone cierta incapacidad para la sorpresa, para lo distinto en la historia humana.
En segundo lugar los milagros ponen en evidencia la distancia entre Dios y nosotros. Cuando nuestras fuerzas están agotadas y cuando nuestra capacidad de acción está vencida, Dios vuelve a sorprendernos con su propuesta que supera no sólo la miopía humana sino que devuelve la esperanza en el plan que tiene para nosotros. Esta distancia también ayudaba a distinguir entre Jesús y los abundantes y cotidianos Mesías de su época. Sin llegar a afirmar que lo único característico de Jesús fuera el hecho de obrar milagros, es claro que los evangelios insisten en que en él las leyes naturales se flexibilizaban para ponerse al servicio de su mensaje.
Un tercer elemento es que los milagros en determinadas situaciones mostraban la voluntad de Dios. En este caso están en peligro de muerte y el Señor viene a salvarlos. Cabe la pregunta si no podía calmar las aguas desde la orilla, si necesitaba de este milagro para preservar la vida de los discípulos. Creo que la respuesta es que como en tantos otros casos la intención de Jesús no es solo una sino que en un milagro se tejen varios hilos a la vez. Aquí preserva la vida de ellos, pero a la vez prueba su fe, pone en evidencia su duda, convoca a la adoración, y manifiesta que es el hijo de Dios.
El cuarto elemento de los milagros es que se hacen para provocar la fe. Ningún milagro tiene un fin en sí mismo sino que apunta siempre en otra dirección, distinta del hecho en sí y más profunda que el acto de saltar por encima de la leyes naturales. Si valieran por sí mismos tendríamos derecho a reclamarle más milagros a Dios para que solucione los múltiples problemas que hoy como ayer aquejan a la humanidad. Es más, cabría considerarlo un Dios cruel pues teniendo las facultades para evitar el dolor y la angustia no las utiliza tan sólo para dejarnos a nosotros la libertad de hacerlo, incluso sabiendo que lo hacemos muy mal. Pero cuando leemos los evangelios vemos que Jesús hizo muy pocos milagros si los comparamos con el tiempo que duró su ministerio. Y los que hizo están vinculados a provocar o fortalecer la fe de los que asistían como testigos. De modo que entender los milagros como una “prueba de que Dios estaba en Cristo” o tan solo como una “prueba de la existencia de Dios” por demostración de sus poderes, es errar la intención del texto. Al evangelista le interesa hacer crecer en el oyente la fe en Cristo, así como a Jesús le interesó modelar la fe de su discípulos.
Confiar en Cristo
Ver una figura que venía a ellos caminando por las aguas y considerarlo un fantasma es una prueba de que Jesús no hacía milagros a cada rato. A pesar de haber presenciado la multiplicación de panes y peces no se les ocurría que el Señor podía estar obrando un nuevo milagro. De hecho Jesús no actuaba así cotidianamente. Que Pedro pida una prueba de identidad solicitándole caminar él también sobre el agua refuerza esto que estamos diciendo. Ni aceptando que alguien está caminando sobre el agua piensan que ese tiene que ser Jesús. Es curioso que la certificación solicitada por Pedro no consiste en dejar ver su rostro o acercarse a fin de tocarlo sino consiste en que comparta el milagro con los discípulos, en este caso él mismo. Es como si Pedro dijera “si tienes poder como para que yo pueda hacerlo entonces voy a creerte”. Pero los papeles se van a invertir. Mientras el planteo de Pedro es poner a prueba a Jesús, que demuestre quién es y qué poder tiene, el probado va a ser él mismo que luego de comenzar a caminar sobre el lago no acepta ni sus propias palabras (“si eres tu, manda que yo vaya a ti sobre las aguas”) y se hunde en medio de un bochornoso fracaso. Es decir, Jesús le concede lo que pide pero Pedro fracasa por su incredulidad, por su falta de confianza en el Cristo que tiene delante caminando hacia él.
La incredulidad de Pedro – y la nuestra – es doble. Por un lado no cree en las palabras de Jesús (“ten ánimo, soy yo, no temáis”). No le basta con oír su voz: prefiere creer en un fantasma que en su Señor Jesús a quien conoce de cerca. A veces sucede que somos más dados a ir detrás de algún vendedor de supuestos milagros, de alguien que promete maravillas y futuros éxitos, de quien nos pinta de dorado el camino, que de hacer el esfuerzo de reconocer la voz del aquél que no promete más que acompañarnos en el camino y ser nuestra fortaleza. Preferimos milagreros a ver la acción del Espíritu, preferimos un fantasma a la presencia del Cristo resucitado en medio nuestro. Sin embargo, sabemos que ni los milagreros ni los fantasmas existen en verdad, y si existen no tienen el poder que proclaman – o que ingenuamente les asignamos. Es verdad que a los amuletos los podemos llevar y traer donde queramos, que los milagreros y sus historias siempre encuentran un medio para posponerse hasta la próxima vez en la que esta vez sí comprobaremos su eficacia y veracidad. Su engaño está en que en realidad nos movilizan a nosotros mismos, son nuestras fuerzas las que entran en juego y aparentan ser la de ellos. Pero siendo nosotros mismos los que desplegamos las fuerzas que aparecen como del amuleto, hay algo que no podemos hacer por nosotros mismos y por consiguiente pone a la luz la debilidad del amuleto, del fantasma, el milagrero. Es lo que reclama Pedro al sentir que se hunde en el mar: “Señor, sálvame”.
La segunda incredulidad de Pedro – y los discípulos, y nosotros – consiste en dudar de que Jesús es el Mesías. Ya está caminando sobre las aguas e igual se hunde por su temor. A pesar de caminar no cree. ¿Qué más necesita? Por lo que leemos en otros textos evangélicos no hay nada hasta pentecostés que termine por convencer a los discípulos de la plena salvación inaugurada por la presencia de Jesús entre ellos. Dudan hasta el último momento.
Lo adoraron
El final de la narración nos reconcilia con los testigos de aquel hecho y nos abre una puerta de esperanza. La mano extendida de Jesús cumple con lo pedido, esto es, salvar la vida de Pedro y de los demás al calmar las aguas. La salvación – en este caso algo muy preciso que consiste en no morir ahogados en la tormenta – viene por obra de Jesús y del milagro de detener los vientos. Es el Mesías porque salva y porque no condena la incredulidad y la duda sino que obra a fin de que sean superadas. ¿Por qué no esperar un castigo para la infidelidad de Pedro y los demás discípulos? ¿Acaso no habían mostrado una ceguera incorregible aún caminando sobre el agua? Sin embargo el fin del milagro no es destruir al incrédulo sino poner en evidencia la debilidad humana y el poder de Dios. Y así invitar a la fe en aquel que en verdad puede salvar.
La lectura del Antiguo Testamento nos presenta un hecho central en la vida del profeta Elías. Cuando sale de la cueva y presencia fuertes y tremendos meteoros donde podía esperarse la presencia del Creador pero el texto señala que Dios no estaba en ellos. Sólo cuando sintió una suave brisa y una sonido tranquilo pudo descubrir la presencia de Dios. El énfasis está en saber discernir la voz de Dios en medio de tantas otras voces y su acción en el contexto de tantos movimientos. Elías no se dejó llevar por el calor del fuego ni por el poder del terremoto. Supo que Dios estaría allí cuando él mismo se quisiera manifestar. A diferencia de Pedro no puso a prueba la identidad de Dios sino que esperó hasta que en la maraña de las cosas pudiera reconocerlo. Y aceptó su plan aún cuando ponía en peligro su vida.
Este pasaje puede aprovecharse para ilustrar la actitud casi opuesta a la de los discípulos de Jesús ante la presencia de Dios. Elías sabe escuchar. En ambos casos el Señor va a salvar de la muerte a sus discípulos (Elías, Pedro, otros…) En ambos casos, también, el Espíritu va a conducir a cada uno por el camino que Dios les ha preparado.
Luego de la multiplicación de panes y peces Jesús envía a sus discípulos a cruzar el mar de Galilea mientras él despide a las personas que lo siguieron para entonces retirarse a orar. ¿Será que desea continuar con su meditación motivada por la muerte de Juan el Bautista (14:1-12), la que fuera interrumpida por la gente? ¿O se retira para meditar en el milagro reciente, el que acaba de efectuar? No lo sabemos con exactitud pero lo que sí podemos afirmar que cuando se hizo la media noche y finalizó su tiempo de oración se dirigió nuevamente hacia sus discípulos. Y como estaban en medio del lago y para colmo el viento era fuerte y contrario a su dirección, lo hizo caminando sobre las aguas. ¿Por qué?
El sentido de los milagros de Jesús
Hace algunos años se intentaba mostrar que las narraciones de milagros de Jesús eran relatos construidos sobre hechos naturales comunes que se agigantaban a fin de exaltar la divinidad del Mesías. En este caso se sugería que la barca no estaba lejos de la orilla pero la oscuridad nocturna y el viento les daban la sensación de estar en medio del lago. Así, Jesús se habría acercado caminando sobre las piedras de la orilla pero fue visto por los discípulos como caminando sobre las aguas. Pedro también habría pisado sobre piedras o el mismo lecho del lago pero a poco de andar su temor a las olas y la oscuridad lo habría hecho caer y hundirse. Como alternativa racional no está mal pensada, pero adolece de considerar los milagros como desafíos a la razón más que como testimonio de la diferencia esencial entre Dios y nosotros, entre nuestros caminos y los suyos. Aquella reflexión se pregunta cómo sucedió tal hecho milagroso y cual es su posible explicación racional. Esta otra se pregunta por el sentido del milagro, lo que encierra y lo que muestra, el desafío a la fe que supone su trama que supera largamente los mismos hechos físicos sucedidos.
Las narraciones de milagros tienen al menos cuatro intenciones. En primer lugar dan testimonio del poder de Dios sobre todas las cosas, incluida la naturaleza por él mismo creada. Las leyes naturales rigen el desarrollo de las cosas pero éstas están también sujetas de la acción de Dios. Con esto se opone al fatalismo de ayer y hoy que supone cierta incapacidad para la sorpresa, para lo distinto en la historia humana.
En segundo lugar los milagros ponen en evidencia la distancia entre Dios y nosotros. Cuando nuestras fuerzas están agotadas y cuando nuestra capacidad de acción está vencida, Dios vuelve a sorprendernos con su propuesta que supera no sólo la miopía humana sino que devuelve la esperanza en el plan que tiene para nosotros. Esta distancia también ayudaba a distinguir entre Jesús y los abundantes y cotidianos Mesías de su época. Sin llegar a afirmar que lo único característico de Jesús fuera el hecho de obrar milagros, es claro que los evangelios insisten en que en él las leyes naturales se flexibilizaban para ponerse al servicio de su mensaje.
Un tercer elemento es que los milagros en determinadas situaciones mostraban la voluntad de Dios. En este caso están en peligro de muerte y el Señor viene a salvarlos. Cabe la pregunta si no podía calmar las aguas desde la orilla, si necesitaba de este milagro para preservar la vida de los discípulos. Creo que la respuesta es que como en tantos otros casos la intención de Jesús no es solo una sino que en un milagro se tejen varios hilos a la vez. Aquí preserva la vida de ellos, pero a la vez prueba su fe, pone en evidencia su duda, convoca a la adoración, y manifiesta que es el hijo de Dios.
El cuarto elemento de los milagros es que se hacen para provocar la fe. Ningún milagro tiene un fin en sí mismo sino que apunta siempre en otra dirección, distinta del hecho en sí y más profunda que el acto de saltar por encima de la leyes naturales. Si valieran por sí mismos tendríamos derecho a reclamarle más milagros a Dios para que solucione los múltiples problemas que hoy como ayer aquejan a la humanidad. Es más, cabría considerarlo un Dios cruel pues teniendo las facultades para evitar el dolor y la angustia no las utiliza tan sólo para dejarnos a nosotros la libertad de hacerlo, incluso sabiendo que lo hacemos muy mal. Pero cuando leemos los evangelios vemos que Jesús hizo muy pocos milagros si los comparamos con el tiempo que duró su ministerio. Y los que hizo están vinculados a provocar o fortalecer la fe de los que asistían como testigos. De modo que entender los milagros como una “prueba de que Dios estaba en Cristo” o tan solo como una “prueba de la existencia de Dios” por demostración de sus poderes, es errar la intención del texto. Al evangelista le interesa hacer crecer en el oyente la fe en Cristo, así como a Jesús le interesó modelar la fe de su discípulos.
Confiar en Cristo
Ver una figura que venía a ellos caminando por las aguas y considerarlo un fantasma es una prueba de que Jesús no hacía milagros a cada rato. A pesar de haber presenciado la multiplicación de panes y peces no se les ocurría que el Señor podía estar obrando un nuevo milagro. De hecho Jesús no actuaba así cotidianamente. Que Pedro pida una prueba de identidad solicitándole caminar él también sobre el agua refuerza esto que estamos diciendo. Ni aceptando que alguien está caminando sobre el agua piensan que ese tiene que ser Jesús. Es curioso que la certificación solicitada por Pedro no consiste en dejar ver su rostro o acercarse a fin de tocarlo sino consiste en que comparta el milagro con los discípulos, en este caso él mismo. Es como si Pedro dijera “si tienes poder como para que yo pueda hacerlo entonces voy a creerte”. Pero los papeles se van a invertir. Mientras el planteo de Pedro es poner a prueba a Jesús, que demuestre quién es y qué poder tiene, el probado va a ser él mismo que luego de comenzar a caminar sobre el lago no acepta ni sus propias palabras (“si eres tu, manda que yo vaya a ti sobre las aguas”) y se hunde en medio de un bochornoso fracaso. Es decir, Jesús le concede lo que pide pero Pedro fracasa por su incredulidad, por su falta de confianza en el Cristo que tiene delante caminando hacia él.
La incredulidad de Pedro – y la nuestra – es doble. Por un lado no cree en las palabras de Jesús (“ten ánimo, soy yo, no temáis”). No le basta con oír su voz: prefiere creer en un fantasma que en su Señor Jesús a quien conoce de cerca. A veces sucede que somos más dados a ir detrás de algún vendedor de supuestos milagros, de alguien que promete maravillas y futuros éxitos, de quien nos pinta de dorado el camino, que de hacer el esfuerzo de reconocer la voz del aquél que no promete más que acompañarnos en el camino y ser nuestra fortaleza. Preferimos milagreros a ver la acción del Espíritu, preferimos un fantasma a la presencia del Cristo resucitado en medio nuestro. Sin embargo, sabemos que ni los milagreros ni los fantasmas existen en verdad, y si existen no tienen el poder que proclaman – o que ingenuamente les asignamos. Es verdad que a los amuletos los podemos llevar y traer donde queramos, que los milagreros y sus historias siempre encuentran un medio para posponerse hasta la próxima vez en la que esta vez sí comprobaremos su eficacia y veracidad. Su engaño está en que en realidad nos movilizan a nosotros mismos, son nuestras fuerzas las que entran en juego y aparentan ser la de ellos. Pero siendo nosotros mismos los que desplegamos las fuerzas que aparecen como del amuleto, hay algo que no podemos hacer por nosotros mismos y por consiguiente pone a la luz la debilidad del amuleto, del fantasma, el milagrero. Es lo que reclama Pedro al sentir que se hunde en el mar: “Señor, sálvame”.
La segunda incredulidad de Pedro – y los discípulos, y nosotros – consiste en dudar de que Jesús es el Mesías. Ya está caminando sobre las aguas e igual se hunde por su temor. A pesar de caminar no cree. ¿Qué más necesita? Por lo que leemos en otros textos evangélicos no hay nada hasta pentecostés que termine por convencer a los discípulos de la plena salvación inaugurada por la presencia de Jesús entre ellos. Dudan hasta el último momento.
Lo adoraron
El final de la narración nos reconcilia con los testigos de aquel hecho y nos abre una puerta de esperanza. La mano extendida de Jesús cumple con lo pedido, esto es, salvar la vida de Pedro y de los demás al calmar las aguas. La salvación – en este caso algo muy preciso que consiste en no morir ahogados en la tormenta – viene por obra de Jesús y del milagro de detener los vientos. Es el Mesías porque salva y porque no condena la incredulidad y la duda sino que obra a fin de que sean superadas. ¿Por qué no esperar un castigo para la infidelidad de Pedro y los demás discípulos? ¿Acaso no habían mostrado una ceguera incorregible aún caminando sobre el agua? Sin embargo el fin del milagro no es destruir al incrédulo sino poner en evidencia la debilidad humana y el poder de Dios. Y así invitar a la fe en aquel que en verdad puede salvar.
La lectura del Antiguo Testamento nos presenta un hecho central en la vida del profeta Elías. Cuando sale de la cueva y presencia fuertes y tremendos meteoros donde podía esperarse la presencia del Creador pero el texto señala que Dios no estaba en ellos. Sólo cuando sintió una suave brisa y una sonido tranquilo pudo descubrir la presencia de Dios. El énfasis está en saber discernir la voz de Dios en medio de tantas otras voces y su acción en el contexto de tantos movimientos. Elías no se dejó llevar por el calor del fuego ni por el poder del terremoto. Supo que Dios estaría allí cuando él mismo se quisiera manifestar. A diferencia de Pedro no puso a prueba la identidad de Dios sino que esperó hasta que en la maraña de las cosas pudiera reconocerlo. Y aceptó su plan aún cuando ponía en peligro su vida.
Este pasaje puede aprovecharse para ilustrar la actitud casi opuesta a la de los discípulos de Jesús ante la presencia de Dios. Elías sabe escuchar. En ambos casos el Señor va a salvar de la muerte a sus discípulos (Elías, Pedro, otros…) En ambos casos, también, el Espíritu va a conducir a cada uno por el camino que Dios les ha preparado.