Lucas 8:26-39

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Isaías 65:1-9; Salmo 22:18-27; Gálatas 3:23-29; Lucas 8:26-39

Introducción

Este relato se encuentra dentro de una modalidad narrativa que podemos llamar de “expulsión de demonios”. Tienen por objeto mostrar la fuerza de Jesús sobre poderes invisibles, pero que operan afectando la realidad humana, los que son llamados “espíritus” o “demonios”. No podemos extendernos ahora en una consideración detallada de este tema, que ha tomado gran auge en ciertos círculos y denominaciones cristianas. Hoy en día, la visión moderna positivista del mundo descree de la existencia de tales fuerzas, y menos aún que puedan ser entes con propia voluntad. Sin embargo, otras concepciones también vigentes, postulan, de distintas maneras, la presencia de fuerzas, energías, poderes, etc. que se corresponden con lo que se llamaban demonios (daimones) en los tiempos bíblicos. No todos lo asocian con fuerzas malignas, aunque entre los cristianos que se guían por tal concepción siempre se ven estas fuerzas como opuestas al señorío de Cristo.
No entraremos aquí en esta discusión, aunque la interpretación de este pasaje dependerá, en gran medida, de la respuesta que se dé a la cuestión de la existencia de los demonios y su naturaleza. Convengamos, por lo menos, que existen fuerzas, más allá de las realidades materiales accesibles al ser humano por sus medios normales de conocimiento, que influyen en nuestra vida. El ser humano también es movido por ideologías, pulsiones, estructuras simbólicas, organizaciones de poder, fuerzas interiores que modelan su conducta, cuya naturaleza no nos es posible discernir aún. Y que, por cierto, en determinados momentos y condiciones estos “rebeldes poderes” conducen nuestra vida incluso en contra de nuestra voluntad, amenazando el sentido de nuestra vida y la vida misma. Dependerá de la cosmovisión de cada uno qué nombre le da y cómo se maneja con ello.
En cuanto al mundo de la Galilea del siglo I, ciertamente la existencia de tales entes era un dato de la realidad para la gran mayoría. La palabra daimones, de origen griego, designaba a deidades menores (así lo usan los estoicos y epicúreos en Hch 17:18, que nuestras Biblias traducen por “dioses”), pequeños diosesitos y diosesitas traviesos/as que embarullan la vida de los seres humanos, enamorándolos, inspirándoles poemas, o produciéndoles enfermedades o manías. Estas fuerzas se “metían” en los seres humanos y los dominaban. En el judaísmo popular y luego en el cristianismo se usó esta palabra para designar a los “ayudantes de Satán”, las huestes del mal. En el Nuevo Testamento la palabra aparece 94 veces, de las cuales 79 ocurren en los Evangelios sinópticos. En las 6 veces que ocurre en Juan, siempre el acusado de tener demonio ¡es Jesús! Es de notar, sin embargo, que estar endemoniado se usa exclusivamente para indicar la presencia de este síntoma destructivo en los seres humanos, y nunca de lugares o cosas. Los demonios se manifiestan a través de personas, que “tienen demonio” y de las cuáles Jesús los expulsa. Jesús se enfrenta con los demonios en las personas, y al ser expulsados estos buscan donde instalarse. Las referencias generales a demonios, que encontramos en muy poca cantidad en las epístolas, se refieren a la idolatría (Pablo, Apocalipsis) o a doctrinas de demonios.

Análisis

El relato comienza indicando que Jesús entra en territorio gentil (los textos varían entre llamar al lugar Gadara, Gerasa o Gergesena). En todo caso se aclara que es la ribera opuesta a Galilea (parte de la región conocida como la Decápolis). Estas tierras eran originalmente el legado de las tribus de Manasés y Gad, y la patria del profeta Elías. Pero ahora son lugar de asentamiento de ciudades helenistas y colonias romanas. Aquí ya hay toda una cuestión de tradiciones involucrada.
Luego se detiene en la descripción del endemoniado: desnudo, asentado en el lugar de la muerte, incapaz de vida social, irreductible por medios físicos (cadenas y grillos). En medio de la descripción, y como parte de la misma, comienza el diálogo entre Jesús y el espíritu “colectivo”. Allí notamos como estos demonios reconocen la filiación divina de Jesús, y procuran evitar ser destruidos por él (ser devueltos al abismo, que es su lugar “natural”). Es de notar que, en tanto el hombre está endemoniado el diálogo de Jesús es con los demonios, pero que una vez que el hombre es liberado, el diálogo será con él.
Las primeras expresiones son ambiguas. Cuando habla el hombre, hablan los demonios. Tanto que le pide a Jesús que no lo atormente, cuando en realidad el hombre vive totalmente atormentado por ellos, según la descripción que tenemos. Al preguntar el nombre, responde el demonio. En tanto el hombre está poseído, queda anulado como persona, su nombre le es dado por su condición de “ocupado”. El nombre del demonio (es la única vez que ocurre en los relatos de expulsión de demonios) es un recurso para destacar su multiplicidad. Pero el nombre en sí mismo es todo un símbolo: se llama “Legión”. Es la única vez que se usa una palabra latina en el Evangelio. Pero no solo marca el elemento de pluralidad, había otras palabras para ello, pero destaca el carácter militar y extranjero (una legión era un cuerpo militar romano de 5.000 a 6.000 soldados; la palabra no conocía otro uso por entonces). Este hombre está ocupado por un demonio que es, en realidad, una potencia militar romana. El hombre es un símbolo de su territorio.
El hecho de que los demonios procuraran entrar en los cerdos también tiene una fuerte carga simbólica. Son animales impuros para el judaísmo, y su cría ya indica la contaminación del lugar. Que “Legión” indicara que quiere entrar ellos no hace sino reforzar este sentido. Expulsados por Jesús del hombre sometido, se ubican en el animal impuro por antonomasia, muestran su identidad como “extranjeros”. Finalmente, ya en los cerdos, van a parar al mar y ahogarse. Es decir, según la idea hebrea del mar como morada de los muertos y lugar de los males, finalmente vuelven al abismo, a pesar de todo, pero ahora arrastrados por su propia irracionalidad.
Curiosamente los primeros mensajeros son los cuidadores de cerdos, que desparraman la voz tanto por la ciudad como por el campo. La visión del hombre ahora restituido a su condición humana, a los pies de Jesús, los llena de miedo. No le tenían miedo al hombre en tanto endemoniado, le tienen miedo en tanto hombre libre. Y tienen miedo que esa libertad sea “contagiosa” y les traiga consecuencias impensadas, y ellos ahora “expulsan” a Jesús. Jesús había expulsado a la multitud de demonios, pero ahora la multitud sometida por el miedo expulsa a Jesús. Un curioso juego de inversiones. Jesús sabe que no es ese el lugar, ni el tiempo, ni las personas con quienes debe confrontar. El acto testimonial de expulsar a Legión, y ahogar conjuntamente a los demonios romanos y a los cerdos impuros ya había ocurrido. Ahora se retira del escenario para volver a Galilea. Se volverá a encontrar con los legionarios de carne y hueso en el palacio de Pilato...
Ahora sí Jesús puede dialogar con el hombre, sin que le contesten los demonios. Ahora se encuentra con ese hombre libre que quiere seguirle. Pero Jesús le da otra tarea: será testigo, será apóstol, deberá contar las cosas grandes que Dios ha hecho con él. Un contraste llamativo con la siguiente curación donde Jesús pide que lo ocurrido se mantenga en secreto (8:56). Pero el texto termina con un curioso guiño: el mandato de Jesús fue que contara “que grandes cosas te hizo Dios”. Él proclama, en cambio, (la palabra griega usada, kerysson, es más que contar, implica anuncio, proclama, mensaje) las “grandes cosas que hizo con él Jesús”. La filiación divina que había reconocido “Legión” es lo único que queda en él de aquella experiencia demoníaca.

Comentario

Las relatos de milagros, y más precisamente los de expulsión de demonios (no conviene usar la palabra “exorcismo”, que señala rituales, fórmulas, etc.) en los Evangelios tienen varias connotaciones. Por un lado, muestran hechos de la vida de Jesús y señalan su particular señorío sobre todo lo creado. Pero a la vez son como especie de “parábolas vivientes”, como han sido llamados: son formas de proclamar el Evangelio cuyo mensaje se encuentra encerrado en el modo de ser anunciado. También se pueden interpretar con un contenido fuertemente simbólico como expresiones de la misión de Jesús, el diálogo liberador de Dios con los seres humanos. No hay porque oponer una interpretación a las otras: pueden entenderse como distintos niveles de lectura de una misma proclamación.
En este caso, los tres niveles son riquísimos en mensaje. En el primer nivel, el del relato histórico, se muestra la fuerza de Jesús frente a un mal que estaba destruyendo la vida de aquél hombre. La naturaleza múltiple de aquél demonio no impide la obra de Jesús, no puede resistir su poder. El señorío de Jesús vence, y termina destruyendo el mal. Pero mientras “Legión” conocía quien era Jesús, los habitantes de aquél paraje lo desconocieron. Amaban más a sus chanchos que al hombre endemoniado. La presencia de este nuevo Señor ponía en peligro sus hábitos y esquemas, y les dio miedo. Le pidieron que se fuera. En cambio, el hombre transformado por la presencia sanadora de Jesús le reconoce y se transforma en su apóstol: anuncia el mensaje de la liberación que Cristo ha producido en él.
Pero este relato es también una parábola viviente. Como tantas parábolas nos presenta la realidad del Reino de Dios. El Reino de Dios no tiene territorio propio: se extiende como fuerza liberadora allí donde llega Jesús. Y establece nuevas relaciones, una nueva forma de ser humano. Allí la fuerza de la violencia destructiva, el individualismo que nos arroja al desierto, que nos hace habitar los campos de la muerte, que consume los años de nuestra vida y nos enemista con quienes nos rodean, cederá a la fuerza del amor divino. Las relaciones que nos someten a fuerzas opresivas, se irán “al abismo”. En cambio, descubriremos al Señor que nos cubre y nos pone “en nuestro sano juicio” y aprenderemos a sus pies, podremos ser anunciadores de una nueva vida.
A nivel simbólico este relato es un relato acerca de la misión liberadora de Jesús en todos los planos. El poder de ocupación ha sido derrotado por la fuerza de la presencia del liberador. El que nos impedía ser nosotros mismos, el que nos había impuesto un nombre que no era el nuestro, el que nos impide hablar con nuestra propia voz, será expulsado por la fuerza del Señor de la vida. Ciertamente, quienes viven del miedo no lo pueden entender. Se dejan dominar por lo seguro y las costumbres arraigadas, aunque ello impliquen encadenar y condenar a los sepulcros al que es diferente. Pero quien experimenta la posibilidad de la liberación es mandado a ser anuncio de la misma a otros, a usar su voz para proclamar “las grandes cosas que Dios (Jesús) hace.

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