Juan 15:26-27 y 16:4-15

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Domingo 8 de Junio de 2003 (Pentecostés)
Salmo 104:24-34, Hechos 2.1-21, Romanos 8:22-27, Juan 15:26-27 y 16:4-15

Este pasaje pertenece como el anterior a los discursos de Jesús. El Ev. de Juan hace uso extenso de estos discursos que exponen las ideas y el proyecto de Señor para los discípulos. En este caso su interés consiste en dejar en claro que ha de partir pero que eso más que un abandono de sus seguidores es una ventaja. Su presencia encarnada no podía ser físicamente eterna, justamente por ser fiel a la misma encarnación y al haber asumido la condición humana con todas sus limitaciones incluía la del tiempo de permanencia en la tierra. Pero su voluntad de acompañar a la iglesia siempre no podía caer en saco roto y así les dice -nos dice- que al partir dejará el espacio para la compañía del Espíritu Santo.

Las palabras de Jesús buscan transmitir confianza y tranquilidad a una comunidad temerosa de que al dejarlos se olvide de ellos, o les encargue una tarea para la que no tienen ni fuerzas ni capacidad para llevarla adelante. En esta oportunidad dice que el Espíritu obrará clarificando tres cosas al mundo: el pecado, la justicia y el juicio. Es cierto también que les indica que hay otras cosas que deberán saber pero que aún no están capacitados para entender o soportar, lo que deja la puerta abierta a nuevos descubrimientos de la voluntad de Dios. Se ha dicho que esta frase apunta al martirio que muchos de los primeros cristianos sufrieron y que no podía ser anunciado antes a fin de no angustiar a los fieles. También se puede pensar en que Jesús no consideraba útil entregar todo su mensaje de una vez sino que al uso de la época lo iba presentado en discursos fraccionados a fin de que pudieran ser mejor comprendidos y recordados. Sea que fuere por motivos pastorales o por razones de practicidad, el hecho es que no todo está dicho y que habrá que esperar por nuevas revelaciones. Proponemos detenernos en la relación entre pecado y justicia.

1. El pecado

Jesús en este pasaje identifica el pecado que va a poner en evidencia el Espíritu como el hecho de que no creen en él. Es preciso señalar que todo el evangelio está centrado en el hecho de que la fe en Cristo ha de modificar la conducta de los creyentes, y que luego de creer han de vivir de acuerdo a la fe que abrazan. Visto así deberíamos evitar interpretar esta observación de Jesús como dirigida sólo a los no creyentes o a quienes aún no han aceptado su mensaje. El abandono de Jesús en los días de la pasión muestra que entre los que no creían en él estaban también sus discípulos. De modo que lo que el Espíritu hará claro es que la falta de fe abunda y que el mundo, esto es todos, necesitan de una conversión a su mensaje.

Sobre este punto se han cometido muchos errores en la vida de la iglesia. El más común y que aún perdura es que se ha creído que en la iglesia no hay pecado o que ha sido reducido a su mínima expresión. Se asume una imagen propia como que habiendo conocido el evangelio pasamos de pecadores a santos, de negadores de la voluntad de Dios a ser sus mejores exponentes. En consecuencia se identifica a los pecadores como aquellos que están fuera de la iglesia y a los santos como aquellos que la conforman. Pero Jesús aquí se dirige a todos y los llama a oír la voz del Espíritu que convocará a la fe y a la entrega de la vida. Tan sólo con observar la vida de cualquier iglesia hemos de encontrar que el pecado está presente por el solo hecho de que está conformada por personas con limitaciones e inclinadas a fallarle a Dios antes que a asumir su misión. Y esto no es un hecho a ocultar sino una realidad que es necesario tener en cuenta a fin de no creer que somos lo que no somos y luego andar haciendo como los fariseos que calificaban a todos los demás como impuros e indignos de acercarse a ellos. Una iglesia así, aunque crea que está cerca de Dios no hace más que alejarse de aquellos por quienes Cristo murió, lo que es una forma de alejarse de Dios mismo.

Reconocer el pecado propio es el primer paso para comenzar a depurarlo, del mismo modo que reconocerlo es también el primer paso para sentirnos cerca de aquellos que no conociendo el evangelio están también lejos de Dios. Quizás podríamos llegar a afirmar que aquel que no ha tenido la experiencia de la redención de Cristo es menos responsable de sus pecados que aquellos que conociendo el evangelio permanecen en él. De cualquier manera la justicia de Dios llega para todos y nos invita a renovar nuestra vida.

2. La justicia de Dios

De poco serviría a la humanidad que Jesús le haya anunciado que era pecadora y que estaba en falta frente a Dios si a la vez -y esa es la novedad y la esencia del mismo evangelio- no nos hubiera dicho con total claridad que el Señor venía a ejercer su justicia para todos, liberándonos por sus méritos de la muerte y la angustia y habilitándonos para vivir plenamente como discípulos suyos. La justicia de Dios consiste en este caso no en administrar el ejercicio de las leyes sino en establecer que no seremos juzgados por una vara incapaz de entender nuestra vida sino por la medida que Dios mismo establece, basada en el amor y la invitación a una vida nueva. El creyente cuando toma conciencia del pecado que reside en él corre el peligro de caer abatido por tomar conciencia de su incapacidad de resistirse y modificar sus actitudes. Pero allí es cuando viene en su ayuda la justicia de Dios porque no nos lleva hasta el borde del abismo para que nos deslicemos en él sino para que conociendo esa realidad podamos evitarla y buscar otra opción para nuestra vida.

Dios juzga conociendo lo que está en juego y no es un abogado interesado en condenar sino en rescatar al perdido. Si en el mundo -y empezando por nosotros- fuéramos juzgados con una vara humana no tendríamos muchas chances de quedar bien parados. Esto angustiaba a la gente del tiempo de Jesús y asustó a muchos creyentes durante los largos años de la Edad Media. Se procuraba sufrir para disminuir el pecado y alcanzar algo de misericordia. Se buscaba huir del mundo a las cuevas o a los montes para no distraer el corazón con cosas propias del mundo, como si la vida en familia o el mundo laboral cotidiano fueran espacios en sí mismos de cultivo de los pecados. O dicho desde el otro lado, como si vivir en la soledad de la montaña nos hace más puros y nos impide pecar. A todo esto que aún hoy con otras formas subsiste en ciertas prácticas cristianas, Jesús le respondió en su tiempo anunciando que es la justicia de Dios la que juzga y no la nuestra. Que seremos visto con los ojos del que conoce nuestras virtudes y deslices y que debemos vivir sin angustia porque confiamos en que su justicia colocará en fiel en el justo lugar, es decir, en el del que primero ama y luego juzga. Esto no debe entenderse como una habilitación liviana para el pecado sino como una responsabilidad ante el que nos abre la puerta para ejercer los dones de la vida.

Conclusión

La conciencia del pecado debe ir acompañada de la certeza de la justicia de Dios. Como creyentes debemos aceptar nuestras faltas y buscar revertirlas con sinceridad sabiendo que por la gracia de Dios no somos condenados sino que se nos anuncia que hemos sido rescatados. Y ese rescate es para que pongamos nuestra vida al servicio del prójimo, de un mundo más justo, para contribuir a crear una sociedad más humana y solidaria.

Proponemos entonces organizar la predicación de acuerdo a los siguientes puntos:

1. La realidad de pecado en la vida humana.
2. No juzgar a los demás.
3. El riesgo de la angustia ante nuestras limitaciones
4. La buena noticia de que el juez es Dios y no nosotros mismos.
5. La justicia (gracia) de Dios como lo que nos habilita para vivir sin temores y sirviendo a los demás.
6. La invitación a reconocer pecados y a aceptar el regalo de la gracia.

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