Juan 11:47-50
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Este sermón fue predicado en una ocasión especial después de lo de las Torres Gemelas en un Culto de Intercesión por la Paz el 16 de septiembre de 2001 en la Iglesia Reformada en Bs.As. Pero puede ser adaptable y usado libremente en la situación de hoy, 9 de marzo de 2003.
Entonces, los fariseos y los jefes de los sacerdotes reunieron a la Junta Suprema, y dijeron:
¿Qué haremos? Este hombre está haciendo muchas señales milagrosas. Si lo dejamos, todos van a creer en él, y las autoridades romanas vendrán y destruirán nuestro templo y nuestra nación.
Pero uno de ellos, llamado Caifás, que era el sumo sacerdote aquel año, les dijo: Ustedes no saben nada, ni se dan cuenta de que es mejor para ustedes qu muera un aolo hombre por el pueblo, y no que toda la nación sea destruida.
(Juan 11:47-50)
Estimadas hermanas, estimados hermanos,
en estos tiempos que se volvieron tan difíciles y peligrosos, estas palabras del Sumo Sacerdote Caifás lamentablemente suenan muy familiares a nuestros oídos: “Es mejor para ustedes que muera un solo hombre por el pueblo, y que no toda la nación sea destruida.”
Las señales, los milagros y las palabras de Jesús, que acercaban a Dios a la gente, hacía que muchas personas lo estuvieran siguiendo. Existía el peligro real de que esto despertaría las sospechas de los ocupantes romanos, que no dudarían en reprimir a la fuerza el movimiento, en perjuicio de toda la nación. Las palabras de Caifás, en su momento fueron la sentencia de muerte de Jesús. Posiblemente, Caifás no las pronunció a partir de un odio personal, o desde una maldad especial. Las pronunció porque son la ley del mundo: “Es mejor sacrificar poco, con el fin de evitar un desastre mayor”. Es el argumento del cálculo político: “Muchas veces hay que elegir el mal menor, para evitare un mal mayor”. “Es justo, lo que nos sirve”, “es justificable lo que nos conviene”.
La seguridad de la nación está en juego. Es mejor que muera uno o que mueran muchos para evitar la destrucción de todo. Una frase comprensible, una frase lógica, una frase ¡cruel!
Lo que pasó el martes pasado va a quedar marcado con fuego en nuestras vidas. Y seguramente esto es tan fuerte por la carga simbólica que tiene este atentado: fue dirigido al corazón mismo del poder del dinero y de la seguridad: al lugar donde se gestaron tantas acciones en contra de pueblos enteros. Entiéndanme bien, no quiero justificar esta masacre, no existe ninguna posibilidad para justificar la muerte de tantas personas. Pero lo trágico es que las reacciones no son sólo de dolor (el primer día esto sí fue patente) por tantas víctimas, sino son reacciones de la soberbia herida. Un tigre herido es el más peligroso de los animales. No reflexiona, no analiza los caminos de su política, no reconoce errores y excesos, no fomenta una cultura del encuentro, del respeto y del diálogo. Es una situación muy peligrosa para todos y no podemos decir que estamos lejos, En la “aldea global” todos estamos en el mismo bote.
Todavía no se terminan de remover los escombros y ya todo el mundo habla con toda naturalidad de la Tercera Guerra Mundial como de un hecho. “Es mejor que mueran 10.000 –ó 100.000- más, para impedir que mueran 30.000 –ó 300.000-...” o algo así.
Pero el peligro no está sólo en la posibilidad real de una guerra. El peligro está también en un nivel moral o espiritual. La violencia es un enorme pulpo que estira sus tentáculos hacia cada uno de nosotros y trata de tomar influencia sobre nuestros pensamientos y nuestros argumentos. Sin darnos cuenta podemos entrar en un discurso en defensa de la necesidad de una reacción fuerte y autoritaria. Por eso no podemos estar desprevenidos. Entonces: qué podemos decir desde la fe?
1. No existen guerras santas. Ni del uno, ni del otro lado. El término “guerra santa” proviene de la teología islámica, donde se denominaba así la lucha de los fieles contra los así llamados infieles. Llegó a ser un término importante en el lenguaje de los fundamentalistas musulmanes. Pero hoy no es de propiedad exclusiva de fundamentalistas islámicos. Es propiedad de todo tipo de fundamentalismos, aún de un fundamentalismo cristiano. La pregunta que se esconde detrás de esto es la pregunta más antigua de la humanidad y es la pregunta acerca de la presencia del mal en la tierra y sobre todo acerca de cómo puede convivir el bien y el mal debajo de un mismo techo (de la humanidad). Ustedes recuerdan la parábola de Jesús, en la que un hombre sembró buena semilla, pero cuando todos estaban durmiendo, llegó un enemigo y sembró cizaña en ese mismo terreno. ¿Qué debían hacer ahora los trabajadores? ¡Qué pregunta! por supuesto arrancar el mal, el yuyo, las malezas de raíz para conservar y disfrutar del trigal limpio de malezas. El dueño del campo (Jesús) dice que no. Que hasta que él vuelva, el trigo y la cizaña, el bien y el mal, crecerán juntos, recién cuando él instaure definitivamente su Reino, él, el juez, erradicará definitivamente el mal, la cizaña. Y a los creyentes se les desafía a soportar mientras tanto la presencia del mal en el mundo y luchar contra él en actos de perseverancia y amor.
Los militantes de la guerra santa identifican algo o a alguien como obra y herramienta de Satanás y deciden que su única respuesta a esto es la destrucción. El centro del poder de EEUU, las torres gemelas, el pentágono: el corazón de Satanás. Hay que destruirlo. Y vean ustedes la similitud de los esquemas: El tigre herido también interpreta que debe salvar al mundo a través de la destrucción, por supuesto de los otros, herramientas de Satanás... No existe una guerra santa, no existe una guerra buena, no existe violencia justificada. La guerra no es un medio para defender ningún valor. Es más, cualquier valor, sea la libertad, sea la soberanía, se desvirtúa si se los quiere defender con el sacrificio de miles de personas. No hay guerras santas. El único santo es Dios, nuestro Señor, y él dice “A mí me pertenece todo ser humano, lo mismo el padre que el hijo” (Ezequiel 18:4). Nadie debe apropiarse de la vida del otro, porque todo “ser humano pertenece a Dios”. Y toda sangre derramada por un acto de violencia, clama al Señor por justicia, como dice el relato de Caín y Abel: “La sangre de tu hermano, que has derramado en la tierra, me pide a gritos que yo haga justicia” (Génesis 4:10).
Ustedes recuerdan la Ley del Talión (Éxodo 21:23-25). Allí se define que el castigo por un daño ocasionado, será en la medida de dicho daño: Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente. En su momento, esa ley fue una de las más humanas de la Antigüedad. Limitaba la venganza desproporcionada. En Génesis 4:23-24 encontramos el “canto” de un tal Lamec, que lleva la venganza a su último extremo: “Escuchen bien lo que les digo: he matado a un hombre por herirme, a un muchacho por golpearme. Si a Caín lo vengarán siete veces, a mí tendrán que vengarme setenta y siete veces”. O sea estamos frente a un testimonio de una soberbia sin límites, que le pone a su vida un precio mucho más elevado al que le concede a la vida de otros: su vida vale por 77. Ante ese exceso, la Ley del Talión limita la venganza tan sólo a la medida del daño causado, para que el equilibrio entre un acto y su consecuencia sea equilibrado. Jesús va mucho más lejos: “Felices –dice- son los que luchan por construir la paz, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos” (Mateo 5:9).
2. Debemos cuidarnos de repartir o catalogar el mundo en buenos y malos, en amigos y enemigos. Ayer escuché cómo los EEUU, parafraseando una palabra de Jesús, definió, que el que no estaba plenamente a favor de ella, estaba en contra. No existe término medio. Es: buenos o malos, amigos o enemigos. Y los países que pretenden ser neutrales, pero están dependiendo económicamente, muchas veces se ven en el lugar de rehenes, sin opción. Lo primero que hace la soberbia herida, es crear una imagen de enemigo. Pero: ¿Quién es el enemigo? Nadie lo sabe exactamente, pero ya hay movilizaciones de fuerzas militares. ¡No entremos en este juego de definir una parte como buenos o malos! Ya por el simple hecho de que se están manejando las informaciones a partir de la conveniencia. En la situación de violencia no hay margen para la reflexión. ¡Pero nunca, nadie, sale ganando! Todos sólo pueden perder. Tengamos cuidado con identificar a ciertos grupos como enemigos. Porque esto nos produce un daño moral importante, porque sin darnos cuenta entramos en un tipo de argumentación, de “comprensión”, por uno de los bandos, a tal punto de justificar, aunque lamentándolo, ciertas acciones contra el “enemigo”.
3. Dios es un Dios de Vida. Con insuperable fantasía y cariño puso colores, sabores, olores y formas en la naturaleza y en el ser humano. Nada se repite, todo es original. Y no lo hizo para que sea destruido “a la ligera”. Dios es un Dios apasionado por la Vida. A ese Dios servimos. Por el amor de ese Dios brillan nuestros ojos, por ese amor al Dios de la Vida laten nuestros corazones. ¡Que no suceda que nuestros ojos se iluminen ante la noticia de una así llamada “victoria” militar! ¡Que nuestros corazones nunca latan más velozmente ante el sonido de marchas militares y el ruido de las armas!
4. Es hora de levantar nuestras manos y nuestros corazones en un perseverante ruego por la PAZ. No estamos solos ni abandonados. Dios es el Señor de la Historia, aunque otros se proclamen dueños del mundo. Y hay hermanas y hermanos con un ferviente deseo y compromiso de paz. La oración no es un acto de resignación o impotencia. La oración mueve el brazo de Dios. Ella es el único arma que tenemos y es un arma poderosa. Podemos seguir con la modalidad de unirnos en oración todas las noches a las 22:00 horas, separados por las distancias pero unidos en un mismo espíritu. Estemos atentos también a los cultos de intercesión por la Paz que se realizan a nivel de iglesias, o en los barrios, donde vivimos. La oración por la Paz es ecuménica por naturaleza. Tal vez también sea el tiempo de dejar la tranquilidad de nuestros hogares y hacer pública manifestación de nuestro pedido de paz.
Empezamos con la frase del Sumo Sacerdote Caifás que definió el destino de Jesús: “Es mejor que muera un solo hombre por el pueblo y no que toda la nación sea destruida”.
Ni a Caifás le salió bien ese plan, su cálculo político. Políticamente hablando, la muerte de Jesús fue innecesaria. Israel fue destruida a pesar de esta muerte, en el año 70. Pero aquí entra en juego la otra historia. La Historia de Dios, el plan de salvación. Es la única vez donde eso se hizo verdad de que es mejor que uno muera y no que todo el pueblo perezca. Jesús muere para que el mundo se salve. Por eso agrega Juan: Caifás, sin saberlo, “habló proféticamente que Jesús iba a morir por la nación judía, y no solamente por esta nación, sino también para reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos”.
El único sacrificio que acepta Dios, es el sacrificio por amor y es el sacrificio (únicamente) de la propia persona. El cálculo político dice: Que muera él (o que mueran ellos) por nosotros. El amor de Jesús dice: Yo por ellos.
Hace algunos años, todavía viviendo en Villa Ballester, teníamos un vecino, a una cuadra de casa, que manejaba un micro para viajes de egresados o llevaba a alumnos a alguna excursión. Una vez hizo un viaje con el micro lleno de chicos a la cordillera. Bajando las serpentinas, por no sé qué defecto, se quedó sin frenos. Ante el peligro de desbarrancarse al precipicio con todos los niños, él optó conscientemente por chocar el micro contra la montaña y lo frenó de esa manera. Fue el único que murió, los chicos tuvieron heridas leves. Su nombre está escrito en el Libro de la vida.
El único sacrificio que acepta Jesús el que se hace por amor.
Entonces, los fariseos y los jefes de los sacerdotes reunieron a la Junta Suprema, y dijeron:
¿Qué haremos? Este hombre está haciendo muchas señales milagrosas. Si lo dejamos, todos van a creer en él, y las autoridades romanas vendrán y destruirán nuestro templo y nuestra nación.
Pero uno de ellos, llamado Caifás, que era el sumo sacerdote aquel año, les dijo: Ustedes no saben nada, ni se dan cuenta de que es mejor para ustedes qu muera un aolo hombre por el pueblo, y no que toda la nación sea destruida.
(Juan 11:47-50)
Estimadas hermanas, estimados hermanos,
en estos tiempos que se volvieron tan difíciles y peligrosos, estas palabras del Sumo Sacerdote Caifás lamentablemente suenan muy familiares a nuestros oídos: “Es mejor para ustedes que muera un solo hombre por el pueblo, y que no toda la nación sea destruida.”
Las señales, los milagros y las palabras de Jesús, que acercaban a Dios a la gente, hacía que muchas personas lo estuvieran siguiendo. Existía el peligro real de que esto despertaría las sospechas de los ocupantes romanos, que no dudarían en reprimir a la fuerza el movimiento, en perjuicio de toda la nación. Las palabras de Caifás, en su momento fueron la sentencia de muerte de Jesús. Posiblemente, Caifás no las pronunció a partir de un odio personal, o desde una maldad especial. Las pronunció porque son la ley del mundo: “Es mejor sacrificar poco, con el fin de evitar un desastre mayor”. Es el argumento del cálculo político: “Muchas veces hay que elegir el mal menor, para evitare un mal mayor”. “Es justo, lo que nos sirve”, “es justificable lo que nos conviene”.
La seguridad de la nación está en juego. Es mejor que muera uno o que mueran muchos para evitar la destrucción de todo. Una frase comprensible, una frase lógica, una frase ¡cruel!
Lo que pasó el martes pasado va a quedar marcado con fuego en nuestras vidas. Y seguramente esto es tan fuerte por la carga simbólica que tiene este atentado: fue dirigido al corazón mismo del poder del dinero y de la seguridad: al lugar donde se gestaron tantas acciones en contra de pueblos enteros. Entiéndanme bien, no quiero justificar esta masacre, no existe ninguna posibilidad para justificar la muerte de tantas personas. Pero lo trágico es que las reacciones no son sólo de dolor (el primer día esto sí fue patente) por tantas víctimas, sino son reacciones de la soberbia herida. Un tigre herido es el más peligroso de los animales. No reflexiona, no analiza los caminos de su política, no reconoce errores y excesos, no fomenta una cultura del encuentro, del respeto y del diálogo. Es una situación muy peligrosa para todos y no podemos decir que estamos lejos, En la “aldea global” todos estamos en el mismo bote.
Todavía no se terminan de remover los escombros y ya todo el mundo habla con toda naturalidad de la Tercera Guerra Mundial como de un hecho. “Es mejor que mueran 10.000 –ó 100.000- más, para impedir que mueran 30.000 –ó 300.000-...” o algo así.
Pero el peligro no está sólo en la posibilidad real de una guerra. El peligro está también en un nivel moral o espiritual. La violencia es un enorme pulpo que estira sus tentáculos hacia cada uno de nosotros y trata de tomar influencia sobre nuestros pensamientos y nuestros argumentos. Sin darnos cuenta podemos entrar en un discurso en defensa de la necesidad de una reacción fuerte y autoritaria. Por eso no podemos estar desprevenidos. Entonces: qué podemos decir desde la fe?
1. No existen guerras santas. Ni del uno, ni del otro lado. El término “guerra santa” proviene de la teología islámica, donde se denominaba así la lucha de los fieles contra los así llamados infieles. Llegó a ser un término importante en el lenguaje de los fundamentalistas musulmanes. Pero hoy no es de propiedad exclusiva de fundamentalistas islámicos. Es propiedad de todo tipo de fundamentalismos, aún de un fundamentalismo cristiano. La pregunta que se esconde detrás de esto es la pregunta más antigua de la humanidad y es la pregunta acerca de la presencia del mal en la tierra y sobre todo acerca de cómo puede convivir el bien y el mal debajo de un mismo techo (de la humanidad). Ustedes recuerdan la parábola de Jesús, en la que un hombre sembró buena semilla, pero cuando todos estaban durmiendo, llegó un enemigo y sembró cizaña en ese mismo terreno. ¿Qué debían hacer ahora los trabajadores? ¡Qué pregunta! por supuesto arrancar el mal, el yuyo, las malezas de raíz para conservar y disfrutar del trigal limpio de malezas. El dueño del campo (Jesús) dice que no. Que hasta que él vuelva, el trigo y la cizaña, el bien y el mal, crecerán juntos, recién cuando él instaure definitivamente su Reino, él, el juez, erradicará definitivamente el mal, la cizaña. Y a los creyentes se les desafía a soportar mientras tanto la presencia del mal en el mundo y luchar contra él en actos de perseverancia y amor.
Los militantes de la guerra santa identifican algo o a alguien como obra y herramienta de Satanás y deciden que su única respuesta a esto es la destrucción. El centro del poder de EEUU, las torres gemelas, el pentágono: el corazón de Satanás. Hay que destruirlo. Y vean ustedes la similitud de los esquemas: El tigre herido también interpreta que debe salvar al mundo a través de la destrucción, por supuesto de los otros, herramientas de Satanás... No existe una guerra santa, no existe una guerra buena, no existe violencia justificada. La guerra no es un medio para defender ningún valor. Es más, cualquier valor, sea la libertad, sea la soberanía, se desvirtúa si se los quiere defender con el sacrificio de miles de personas. No hay guerras santas. El único santo es Dios, nuestro Señor, y él dice “A mí me pertenece todo ser humano, lo mismo el padre que el hijo” (Ezequiel 18:4). Nadie debe apropiarse de la vida del otro, porque todo “ser humano pertenece a Dios”. Y toda sangre derramada por un acto de violencia, clama al Señor por justicia, como dice el relato de Caín y Abel: “La sangre de tu hermano, que has derramado en la tierra, me pide a gritos que yo haga justicia” (Génesis 4:10).
Ustedes recuerdan la Ley del Talión (Éxodo 21:23-25). Allí se define que el castigo por un daño ocasionado, será en la medida de dicho daño: Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente. En su momento, esa ley fue una de las más humanas de la Antigüedad. Limitaba la venganza desproporcionada. En Génesis 4:23-24 encontramos el “canto” de un tal Lamec, que lleva la venganza a su último extremo: “Escuchen bien lo que les digo: he matado a un hombre por herirme, a un muchacho por golpearme. Si a Caín lo vengarán siete veces, a mí tendrán que vengarme setenta y siete veces”. O sea estamos frente a un testimonio de una soberbia sin límites, que le pone a su vida un precio mucho más elevado al que le concede a la vida de otros: su vida vale por 77. Ante ese exceso, la Ley del Talión limita la venganza tan sólo a la medida del daño causado, para que el equilibrio entre un acto y su consecuencia sea equilibrado. Jesús va mucho más lejos: “Felices –dice- son los que luchan por construir la paz, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos” (Mateo 5:9).
2. Debemos cuidarnos de repartir o catalogar el mundo en buenos y malos, en amigos y enemigos. Ayer escuché cómo los EEUU, parafraseando una palabra de Jesús, definió, que el que no estaba plenamente a favor de ella, estaba en contra. No existe término medio. Es: buenos o malos, amigos o enemigos. Y los países que pretenden ser neutrales, pero están dependiendo económicamente, muchas veces se ven en el lugar de rehenes, sin opción. Lo primero que hace la soberbia herida, es crear una imagen de enemigo. Pero: ¿Quién es el enemigo? Nadie lo sabe exactamente, pero ya hay movilizaciones de fuerzas militares. ¡No entremos en este juego de definir una parte como buenos o malos! Ya por el simple hecho de que se están manejando las informaciones a partir de la conveniencia. En la situación de violencia no hay margen para la reflexión. ¡Pero nunca, nadie, sale ganando! Todos sólo pueden perder. Tengamos cuidado con identificar a ciertos grupos como enemigos. Porque esto nos produce un daño moral importante, porque sin darnos cuenta entramos en un tipo de argumentación, de “comprensión”, por uno de los bandos, a tal punto de justificar, aunque lamentándolo, ciertas acciones contra el “enemigo”.
3. Dios es un Dios de Vida. Con insuperable fantasía y cariño puso colores, sabores, olores y formas en la naturaleza y en el ser humano. Nada se repite, todo es original. Y no lo hizo para que sea destruido “a la ligera”. Dios es un Dios apasionado por la Vida. A ese Dios servimos. Por el amor de ese Dios brillan nuestros ojos, por ese amor al Dios de la Vida laten nuestros corazones. ¡Que no suceda que nuestros ojos se iluminen ante la noticia de una así llamada “victoria” militar! ¡Que nuestros corazones nunca latan más velozmente ante el sonido de marchas militares y el ruido de las armas!
4. Es hora de levantar nuestras manos y nuestros corazones en un perseverante ruego por la PAZ. No estamos solos ni abandonados. Dios es el Señor de la Historia, aunque otros se proclamen dueños del mundo. Y hay hermanas y hermanos con un ferviente deseo y compromiso de paz. La oración no es un acto de resignación o impotencia. La oración mueve el brazo de Dios. Ella es el único arma que tenemos y es un arma poderosa. Podemos seguir con la modalidad de unirnos en oración todas las noches a las 22:00 horas, separados por las distancias pero unidos en un mismo espíritu. Estemos atentos también a los cultos de intercesión por la Paz que se realizan a nivel de iglesias, o en los barrios, donde vivimos. La oración por la Paz es ecuménica por naturaleza. Tal vez también sea el tiempo de dejar la tranquilidad de nuestros hogares y hacer pública manifestación de nuestro pedido de paz.
Empezamos con la frase del Sumo Sacerdote Caifás que definió el destino de Jesús: “Es mejor que muera un solo hombre por el pueblo y no que toda la nación sea destruida”.
Ni a Caifás le salió bien ese plan, su cálculo político. Políticamente hablando, la muerte de Jesús fue innecesaria. Israel fue destruida a pesar de esta muerte, en el año 70. Pero aquí entra en juego la otra historia. La Historia de Dios, el plan de salvación. Es la única vez donde eso se hizo verdad de que es mejor que uno muera y no que todo el pueblo perezca. Jesús muere para que el mundo se salve. Por eso agrega Juan: Caifás, sin saberlo, “habló proféticamente que Jesús iba a morir por la nación judía, y no solamente por esta nación, sino también para reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos”.
El único sacrificio que acepta Dios, es el sacrificio por amor y es el sacrificio (únicamente) de la propia persona. El cálculo político dice: Que muera él (o que mueran ellos) por nosotros. El amor de Jesús dice: Yo por ellos.
Hace algunos años, todavía viviendo en Villa Ballester, teníamos un vecino, a una cuadra de casa, que manejaba un micro para viajes de egresados o llevaba a alumnos a alguna excursión. Una vez hizo un viaje con el micro lleno de chicos a la cordillera. Bajando las serpentinas, por no sé qué defecto, se quedó sin frenos. Ante el peligro de desbarrancarse al precipicio con todos los niños, él optó conscientemente por chocar el micro contra la montaña y lo frenó de esa manera. Fue el único que murió, los chicos tuvieron heridas leves. Su nombre está escrito en el Libro de la vida.
El único sacrificio que acepta Jesús el que se hace por amor.