Colosenses 1:11-20
0
0
Jeremías 23: 1-6; Salmo 46; Colosenses 1:11-20; Lucas 23: 33-43
Análisis
El texto propuesto por el leccionario tiene un corte algo extraño. En realidad, comienza a mitad de una frase, de manera que habría que comenzar a leer en el v. 9 (así figura en algunos leccionarios). El conjunto expuesto en estos versículos (tomando 9-20) podría subdividirse en 2 partes:
9-14: Oración de intercesión y gratitud.
15-20: Himno a Cristo.
La oración
Esta es una oración por una congregación que Pablo no ha fundado. En este caso su conocimiento de la fe de los hermanos y las hermanas de Colosas le viene en forma indirecta. Es probable que la evangelización de Colosas fuera realizada por Epafras (Col 1,7). Conociendo de esta nueva congregación, surge la oración de intercesión. En ella se pide para que sean llenos del “conocimiento de la voluntad de Dios”, “toda sabiduría” e “inteligencia espiritual”. Los dones pedidos son todos dones de la esfera del saber: conocimiento, sabiduría e inteligencia. Esto marca ya un nuevo desarrollo, ya que los dones que normalmente aparecen en las oraciones de Pablo son los dones de fe, esperanza y amor.
En este caso, es evidente que el énfasis será puesto en cuestiones doctrinales, por lo que se destacan aquellas capacidades que hacen al discernimiento en el campo de las ideas y saberes, más que de la práctica. Por eso no debe llamarnos la atención que luego se incluya el himno a Cristo, que es una pieza poética que expone doctrinas cristológicas. Pero, si bien se destaca este plano más racional, ello no excluye la preocupación por la práctica: Lo primero que se pide, el conocer, en realidad se trata de un “reconocimiento”, un poder para discernir lo que Dios quiere que ellos y ellas puedan realizar. Es un saber que los pone en contacto con la voluntad de Dios. El segundo don, “toda sabiduría” apunta a la gran tradición hebrea de la sabiduría, que se refleja en los libros sapienciales, en tantos Salmos, en Proverbios, el Eclesiastés y también en otros libros. Esta sabiduría, en esta tradición, es la capacidad creadora de Dios, la fuerza divina que obra para ordenar y dirigir el mundo, y que también guía al ser humano para poder actuar rectamente. Finalmente, el tercer don, la “inteligencia” aparece menos. Si bien era una palabra frecuente en la filosofía de la época, es poco usual en el Nuevo Testamento. Sólo aparece 4 veces, y dos de ellas en Colosenses (también en 2,2). Las otras dos menciones aparecen en Mc 12,33, en el mandamiento de amar a Dios “con toda vuestra inteligencia” (el paralelo en Mt 22,37 usa otra palabra), y en Lc, cuando relata la visita de Jesús al Templo cuando tenía doce años: allí el joven Jesús maravillaba a todos por su inteligencia (Lc 2,47). Pero en este caso se aclara que no se trata solo de la capacidad racional: es una “inteligencia espiritual”, una inteligencia dirigida a poder captar la acción del Espíritu.
Pero además, inmediatamente se aclara también que estos dones deben aplicarse al obrar. “Andar como es digno del Señor” no es simplemente tener las ideas correctas: también significa obrar y llevar frutos (v. 10) y es por este hacer que puede ir creciendo el conocimiento de la voluntad divina. Por eso el v. 11 reclama que este saber sea en realidad expresión de confianza en el poder y gloria divinos. Esta fuerza se mostrará en la perseverancia y capacidad de los y las creyentes de Colosas para mantenerse en los caminos de la fe en los cuales han sido instruidos.
La segunda parte de la oración es “acción de gracias” (eucaristía). Pero esta acción de gracias es por la obra de Dios en Cristo. Es una oración gozosa por haber sido incluidos conjuntamente en la obra redentora de Dios. El juego de palabras es interesante: se habla de la “herencia de los santos en Luz”, para contraponerse a la “potestad de las tinieblas”. El contraste entre luz y tinieblas es parte de la exhortación ética en otras cartas de Pablo (cf. 1 Tes 5,5). Pero esa luz y tinieblas son, en realidad, formas de vida, poderes que ordenan hacia la salvación o hacia la destrucción. Ahora, la acción de Dios nos ha incluido en esta esfera de luz, rescatado de la fuerza nefasta de las tinieblas y trasladado al Reino del Hijo.
Esto último es quizás lo más llamativo, porque invierte la idea que prevalece en otros textos paulinos: generalmente se dice que Cristo nos revela el Reino de Dios, y nos conduce hacia él. ¡Pero ahora aparece que el Padre es el que nos hace aptos para participar del Reino del Hijo! Aunque luego volverá para aclarar, en el v. 14, que es la acción redentora del Hijo la que nos libera y nos da acceso al perdón.
A partir de esta mención del Hijo el texto cambia su tono. Ahora se centrará en este Credo que se prolonga hasta el v. 20. En realidad, desde el punto de vista gramatical, desde mitad del v. 11 hasta el final del 20 se trata de una sola oración. Esto es infrecuente en las cartas de Pablo, lo que mostraría que el autor está usando un texto ya armado que es insertado aquí. Es lo que llamamos el “Himno a Cristo”.
El Himno a Cristo
Estos versículos han sido objeto de tanto estudio, reflexión y discusión que sería imposible resumir aquí todo lo que se ha dicho de ellos. Es evidente que se trata de un pequeño Credo que se fue formando en las primitivas comunidades cristianas, a medida que procuraban penetrar en este misterio de la encarnación (Col 2,2, que es la otra mención de la “inteligencia” que deben tener los creyentes). Es evidente cierto paralelo teológico con el prólogo del Evangelio de Juan (Jn 1,1-5), y aún cierto lenguaje común, si bien la forma en que se expresa es bastante distinta.
El Hijo es destacado como primogénito de la creación (v. 15), en quien aparece la verdadera imagen del Dios invisible (cf. Gn 1,27). Pero como es el primogénito en la creación, él también es el primero entre los muertos (v. 18). Este ser el primero de lo creado y el primero de los muertos le permite, por reunirlo todo en sí, ser el verdadero agente de la reconciliación que Dios le propone a la totalidad de lo creado. No es una reconciliación entre los seres humanos, ni siquiera entre los seres humanos y Dios, sino una reconciliación que abarca todo lo que está en tierra y cielos. Luego expresará como esa reconciliación alcanza específicamente a los convertidos (vv 21-23).
El lenguaje que exalta el Señorío del Hijo en este himno, su preexistencia y poder, su preeminencia y la necesidad de su presencia para que todo subsista, se relaciona con el texto de la carta a los Efesios (1,15-23). También allí se hablo de este sentido último de todo lo creado de encontrar en Cristo su plenitud. El lenguaje, empero, marca una diferencia con el tono de las otras cartas de Pablo, y es evidente aquí que comienza a sentirse la necesidad de una expresión doctrinal más elaborada. Muchos piensan que esto se debe a la presencia de grupos gnósticos, frente a los cuales Pablo quiere dar vuelta su lenguaje y usarlo para confirmar la fe.
Entre las diferencias con el prólogo joanino cabe destacar la mención de la Iglesia. Jn también hace referencia a los creyentes (Jn 1,11-12), pero no tiene una doctrina eclesiológica como la que comienza a desarrollarse aquí. La idea de que la Iglesia es el cuerpo de Cristo la encontramos ya en la correspondencia anterior de Pablo (1 Co 12), pero ahora se da con mayor fuerza, ya que no es sólo una metáfora sobre los carismas, sino una afirmación que se incluye en este pequeño credo. Finalmente, cabe destacar la mención de la cruz. Esto es muy importante porque, dado el lenguaje que llevaba el himno hasta ahora, todo aparecía como imbuido de una fuerza esotérica, cósmica, y con mucho contacto con otros cultos de la época. Pero la referencia a la Cruz vuelve a ponerlo todo en dimensión histórica, a mostrar que esto no es una cosa que ocurre en un plano mítico, sino que tiene que ver con ese Jesús de Nazaret que nos convoca desde en medio del sufrimiento humano, desde su pasión y muerte. El drama cósmico de la salvación pasó por la realidad cotidiana y sufriente de un hombre sometido al suplicio de la cruz, a costo de sangre.
Comentario homilético
La festividad de “Cristo Rey” no es una fiesta tradicional cristiana ni ecuménica. Surgió en las postrimerías del siglo XIX en el marco de teologías integristas que buscaban reafirmar el poder terrenal del papado. Al recibir el leccionario romano como base del leccionario “común” pasó también al ámbito de las Iglesias protestantes. Y si bien afirmamos el Señorío de Cristo, debemos hacerlo con mesura. Cristo es Rey, pero es rey al modo de Cristo: en la cruz. Su señorío no es un despliegue de poder arbitrario, sino la afirmación del amor salvífico que reconcilia todo en la creación. Todo está bajo su cuidado porque en él todo fue creado y subsiste, pero lo cuida preservando, y no destruyendo.
El himno al Señorío universal de Cristo en esta carta está ligado a la oración de intercesión y de gratitud. El que la iglesia sea mencionada como cuerpo de Cristo no la pone en lugar de preeminencia, porque depende de su cabeza. El conocimiento, la sabiduría e inteligencia a lo que nos llama el Señor no nos pone por sobre los demás, sino a su servicio, pues es una invitación a extender su voluntad salvífica. Es una invitación a vivir en la luz, en el poder redentor del Reino. Pero ese reino no se conquista con armas ni se asegura haciendo la guerra, sino que se construyó haciendo la paz, con la reconciliación que pasa por la cruz.
Análisis
El texto propuesto por el leccionario tiene un corte algo extraño. En realidad, comienza a mitad de una frase, de manera que habría que comenzar a leer en el v. 9 (así figura en algunos leccionarios). El conjunto expuesto en estos versículos (tomando 9-20) podría subdividirse en 2 partes:
9-14: Oración de intercesión y gratitud.
15-20: Himno a Cristo.
La oración
Esta es una oración por una congregación que Pablo no ha fundado. En este caso su conocimiento de la fe de los hermanos y las hermanas de Colosas le viene en forma indirecta. Es probable que la evangelización de Colosas fuera realizada por Epafras (Col 1,7). Conociendo de esta nueva congregación, surge la oración de intercesión. En ella se pide para que sean llenos del “conocimiento de la voluntad de Dios”, “toda sabiduría” e “inteligencia espiritual”. Los dones pedidos son todos dones de la esfera del saber: conocimiento, sabiduría e inteligencia. Esto marca ya un nuevo desarrollo, ya que los dones que normalmente aparecen en las oraciones de Pablo son los dones de fe, esperanza y amor.
En este caso, es evidente que el énfasis será puesto en cuestiones doctrinales, por lo que se destacan aquellas capacidades que hacen al discernimiento en el campo de las ideas y saberes, más que de la práctica. Por eso no debe llamarnos la atención que luego se incluya el himno a Cristo, que es una pieza poética que expone doctrinas cristológicas. Pero, si bien se destaca este plano más racional, ello no excluye la preocupación por la práctica: Lo primero que se pide, el conocer, en realidad se trata de un “reconocimiento”, un poder para discernir lo que Dios quiere que ellos y ellas puedan realizar. Es un saber que los pone en contacto con la voluntad de Dios. El segundo don, “toda sabiduría” apunta a la gran tradición hebrea de la sabiduría, que se refleja en los libros sapienciales, en tantos Salmos, en Proverbios, el Eclesiastés y también en otros libros. Esta sabiduría, en esta tradición, es la capacidad creadora de Dios, la fuerza divina que obra para ordenar y dirigir el mundo, y que también guía al ser humano para poder actuar rectamente. Finalmente, el tercer don, la “inteligencia” aparece menos. Si bien era una palabra frecuente en la filosofía de la época, es poco usual en el Nuevo Testamento. Sólo aparece 4 veces, y dos de ellas en Colosenses (también en 2,2). Las otras dos menciones aparecen en Mc 12,33, en el mandamiento de amar a Dios “con toda vuestra inteligencia” (el paralelo en Mt 22,37 usa otra palabra), y en Lc, cuando relata la visita de Jesús al Templo cuando tenía doce años: allí el joven Jesús maravillaba a todos por su inteligencia (Lc 2,47). Pero en este caso se aclara que no se trata solo de la capacidad racional: es una “inteligencia espiritual”, una inteligencia dirigida a poder captar la acción del Espíritu.
Pero además, inmediatamente se aclara también que estos dones deben aplicarse al obrar. “Andar como es digno del Señor” no es simplemente tener las ideas correctas: también significa obrar y llevar frutos (v. 10) y es por este hacer que puede ir creciendo el conocimiento de la voluntad divina. Por eso el v. 11 reclama que este saber sea en realidad expresión de confianza en el poder y gloria divinos. Esta fuerza se mostrará en la perseverancia y capacidad de los y las creyentes de Colosas para mantenerse en los caminos de la fe en los cuales han sido instruidos.
La segunda parte de la oración es “acción de gracias” (eucaristía). Pero esta acción de gracias es por la obra de Dios en Cristo. Es una oración gozosa por haber sido incluidos conjuntamente en la obra redentora de Dios. El juego de palabras es interesante: se habla de la “herencia de los santos en Luz”, para contraponerse a la “potestad de las tinieblas”. El contraste entre luz y tinieblas es parte de la exhortación ética en otras cartas de Pablo (cf. 1 Tes 5,5). Pero esa luz y tinieblas son, en realidad, formas de vida, poderes que ordenan hacia la salvación o hacia la destrucción. Ahora, la acción de Dios nos ha incluido en esta esfera de luz, rescatado de la fuerza nefasta de las tinieblas y trasladado al Reino del Hijo.
Esto último es quizás lo más llamativo, porque invierte la idea que prevalece en otros textos paulinos: generalmente se dice que Cristo nos revela el Reino de Dios, y nos conduce hacia él. ¡Pero ahora aparece que el Padre es el que nos hace aptos para participar del Reino del Hijo! Aunque luego volverá para aclarar, en el v. 14, que es la acción redentora del Hijo la que nos libera y nos da acceso al perdón.
A partir de esta mención del Hijo el texto cambia su tono. Ahora se centrará en este Credo que se prolonga hasta el v. 20. En realidad, desde el punto de vista gramatical, desde mitad del v. 11 hasta el final del 20 se trata de una sola oración. Esto es infrecuente en las cartas de Pablo, lo que mostraría que el autor está usando un texto ya armado que es insertado aquí. Es lo que llamamos el “Himno a Cristo”.
El Himno a Cristo
Estos versículos han sido objeto de tanto estudio, reflexión y discusión que sería imposible resumir aquí todo lo que se ha dicho de ellos. Es evidente que se trata de un pequeño Credo que se fue formando en las primitivas comunidades cristianas, a medida que procuraban penetrar en este misterio de la encarnación (Col 2,2, que es la otra mención de la “inteligencia” que deben tener los creyentes). Es evidente cierto paralelo teológico con el prólogo del Evangelio de Juan (Jn 1,1-5), y aún cierto lenguaje común, si bien la forma en que se expresa es bastante distinta.
El Hijo es destacado como primogénito de la creación (v. 15), en quien aparece la verdadera imagen del Dios invisible (cf. Gn 1,27). Pero como es el primogénito en la creación, él también es el primero entre los muertos (v. 18). Este ser el primero de lo creado y el primero de los muertos le permite, por reunirlo todo en sí, ser el verdadero agente de la reconciliación que Dios le propone a la totalidad de lo creado. No es una reconciliación entre los seres humanos, ni siquiera entre los seres humanos y Dios, sino una reconciliación que abarca todo lo que está en tierra y cielos. Luego expresará como esa reconciliación alcanza específicamente a los convertidos (vv 21-23).
El lenguaje que exalta el Señorío del Hijo en este himno, su preexistencia y poder, su preeminencia y la necesidad de su presencia para que todo subsista, se relaciona con el texto de la carta a los Efesios (1,15-23). También allí se hablo de este sentido último de todo lo creado de encontrar en Cristo su plenitud. El lenguaje, empero, marca una diferencia con el tono de las otras cartas de Pablo, y es evidente aquí que comienza a sentirse la necesidad de una expresión doctrinal más elaborada. Muchos piensan que esto se debe a la presencia de grupos gnósticos, frente a los cuales Pablo quiere dar vuelta su lenguaje y usarlo para confirmar la fe.
Entre las diferencias con el prólogo joanino cabe destacar la mención de la Iglesia. Jn también hace referencia a los creyentes (Jn 1,11-12), pero no tiene una doctrina eclesiológica como la que comienza a desarrollarse aquí. La idea de que la Iglesia es el cuerpo de Cristo la encontramos ya en la correspondencia anterior de Pablo (1 Co 12), pero ahora se da con mayor fuerza, ya que no es sólo una metáfora sobre los carismas, sino una afirmación que se incluye en este pequeño credo. Finalmente, cabe destacar la mención de la cruz. Esto es muy importante porque, dado el lenguaje que llevaba el himno hasta ahora, todo aparecía como imbuido de una fuerza esotérica, cósmica, y con mucho contacto con otros cultos de la época. Pero la referencia a la Cruz vuelve a ponerlo todo en dimensión histórica, a mostrar que esto no es una cosa que ocurre en un plano mítico, sino que tiene que ver con ese Jesús de Nazaret que nos convoca desde en medio del sufrimiento humano, desde su pasión y muerte. El drama cósmico de la salvación pasó por la realidad cotidiana y sufriente de un hombre sometido al suplicio de la cruz, a costo de sangre.
Comentario homilético
La festividad de “Cristo Rey” no es una fiesta tradicional cristiana ni ecuménica. Surgió en las postrimerías del siglo XIX en el marco de teologías integristas que buscaban reafirmar el poder terrenal del papado. Al recibir el leccionario romano como base del leccionario “común” pasó también al ámbito de las Iglesias protestantes. Y si bien afirmamos el Señorío de Cristo, debemos hacerlo con mesura. Cristo es Rey, pero es rey al modo de Cristo: en la cruz. Su señorío no es un despliegue de poder arbitrario, sino la afirmación del amor salvífico que reconcilia todo en la creación. Todo está bajo su cuidado porque en él todo fue creado y subsiste, pero lo cuida preservando, y no destruyendo.
El himno al Señorío universal de Cristo en esta carta está ligado a la oración de intercesión y de gratitud. El que la iglesia sea mencionada como cuerpo de Cristo no la pone en lugar de preeminencia, porque depende de su cabeza. El conocimiento, la sabiduría e inteligencia a lo que nos llama el Señor no nos pone por sobre los demás, sino a su servicio, pues es una invitación a extender su voluntad salvífica. Es una invitación a vivir en la luz, en el poder redentor del Reino. Pero ese reino no se conquista con armas ni se asegura haciendo la guerra, sino que se construyó haciendo la paz, con la reconciliación que pasa por la cruz.