Colgar las arpas

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“En los álamos que hay en la ciudad,
colgábamos nuestras arpas...”
(Salmo 137:2)

Estas últimas semanas han sido semanas de mucho trabajo. Semanas en las que termino cansado, con muchas ganas de acostarme y muy pocas ganas de levantarme al día siguiente. No dejo de dar gracias por el trabajo. No es eso. Pero a veces quisiera poder trabajar menos, disfrutar más, ser más libre de algunas presiones, poder dejar cosas sin hacer, decir que no a algunos compromisos.
Cuando me siento así, agotado, oprimido y con ganas de no mover un dedo más, me acuerdo de aquellos israelitas que, sentados a la vera de los ríos de Babilonia, añoraban la libertad y colgaban sus arpas de los árboles en señal de abatimiento y resignación.

En ese acto, que no era, de ninguna manera, una señal de resistencia como creen algunos, ellos están dando muestras de su cansancio espiritual, de su debilidad anímica, de su abatimiento. En ese gesto de entrega ellos están revelando su humanidad, que dice BASTA frente a las humillaciones, el excesivo trabajo, la burla o la impotencia.
Pero, al colgar sus arpas de los sauces y de los álamos, ellos no sólo están manifestando su cansancio, que es comprensible. Ellos están también expresando un tremendo vacío interior, una falta de esperanzas y de ilusiones hacia el mañana. La vida ya no valía nada para ellos en aquella “tierra extraña” (vs. 4b). Y al colgar sus arpas, abandonan en los árboles, uno de sus bienes más preciados: su posibilidad de celebrar la fe, su oportunidad de cantar sus lamentos y de ponerle música a sus sueños. “¿Cómo cantar a Dios en medio de esta tierra extraña?”, se preguntan ellos.

Tratemos de imaginarnos por un momento a aquel pueblo desterrado, tal vez en una especie de primitivo centro de detención. Hombres por un lado, mujeres por el otro. Las familias divididas, los hijos quién sabe dónde. Enfermos y descuidados, probablemente con hambre. Sin líderes, sin orientación, pisando un suelo extraño y sirviendo a otros señores que no rendían culto a su Señor.
Su dolor y su cansancio son comprensibles. Podemos identificarnos muy bien con ellos en ese sentimiento de querer tirar todo por la borda y decir: “¡Basta! ¡No doy más! ¡No quiero vivir más esto que me toca!”

Sin embargo, al colgar sus arpas de los árboles, ellos abandonan su única posibilidad de seguir resistiendo, de seguir luchando y de seguir creyendo en un tiempo mejor, en la libertad, en el regreso a la tierra propia, en la recuperación de la dignidad, en el abrazo con sus seres queridos.
Lo único que ellos tenían allí, en esa “tierra extraña”, eran justamente sus canciones, que hacían el vínculo con su historia, que los hacían parte de un pueblo con un proyecto, que hablaban de un Dios que los había ya liberado de otras tierras extrañas, que ayudaban a mantener los ojos abiertos a un mañana sin cadenas. ¡Y eso es lo que ellos abandonan! Ellos cuelgan de los árboles mucho más que un instrumento musical. Ellos cuelgan de los árboles su fe en un Dios vivo, que puede cambiar la historia, que puede vencer los cansancios, que puede renovar las fuerzas, que puede poner luz en cualquier oscuridad y que puede abrir caminos nuevos donde pareciera imposible.

Hoy, para cada persona la “tierra extraña” que te cansa y abate puede significar cosas diferentes.
Tu tierra extraña puede ser estar sin trabajo y no encontrarlo
Tu tierra extraña quizá sea la enfermedad o el dolor.
Tu tierra extraña tal vez sea la ausencia de una persona amada.
Tu tierra extraña pueden ser los problemas en la familia o con alguna otra persona.
Tu tierra extraña a lo mejor son las luchas de poder en la iglesia.
Tu tierra extraña puede ser la sensación de abandono, la soledad.
Tu tierra extraña capaz es el miedo al futuro, no saber manejar tus tiempos, no jugar con tus hijos, dejar la vida por algo que no lo vale... ¡Tantas cosas se pueden convertir en “tierra extraña”!

Conozco muchas personas que, frente a lo que les pasa, resuelven “colgar el arpa”, dejarse estar, abatirse. Y dicen, como el salmista: “¿Cantar canciones del Señor en tierra extraña?” Jamás. Y se cierran. Y se van muriendo de a poco. Porque cantar a Dios en la “tierra extraña” en que te toca vivir es justamente el alimento que nutre la esperanza y las ganas de vivir.

Ya lo dice la popular canción: “si se calla el cantor, calla la vida...”.

Al salmista le pasó. No quiso cantar y lo único que le brotó del corazón es un grito de rabia y de venganza que contiene una de las expresiones más brutales que contiene la Biblia (ver el vs. 9). Y el salmo concluye dejándonos un sabor amargo en la boca y mucha tristeza en el alma. Ya no hay arpas, ya no hay canto, ya no hay vida...

Todos nosotros podemos pasar por la experiencia de sentirnos en una “tierra extraña”, en una situación que no deseamos, que nos cansa, nos oprime, nos supera, nos altera y nos invita a colgar el arpa del árbol más cercano. Nuestra fe decae, nuestro espíritu flaquea y nuestras esperanzas se debilitan. Sentimos un enorme vacío interior y mucha frustración. ¿Nunca te sentiste así? ¿No conocés a muchos que se sienten así? Yo te confesé al principio que a mí me pasa. Pero aprendí, con la ayuda del Señor, que en esos momentos de cansancio, contrariamente a lo que hizo el salmista, hay que tomar el arpa o la guitarra o lo que sea, y cantar y soñar, cantar y creer, cantar y esperar, cantar y resistir...

Pase lo que pase, sea cual sea tu “tierra extraña”, no te doblegues, no te dejes vencer, no cuelgues tu arpa del árbol del desánimo. Mejor vení y cantemos juntos al Dios que no nos abandona y que siempre nos tiene preparados caminos nuevos.

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