1 Juan 3:1-7

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Domingo 04.05.2003 – Tercer Domingo de Pascua
Salmo 4 Hechos 3:12 19 1 Juan 3:1-7 Lucas 24:36 48

Introducción

En este mes el leccionario nos ofrece una lectura continua de la Primera Carta de Juan, que acompaña un texto del Evangelio de Lucas en el domingo 4 y en los domingos 11, 18 y 25 a textos del Evangelio de Juan. Mientras los textos del Evangelio son más conocidos, no son muchas las ocasiones en que predicamos sobre la epístola, por lo que me pareció adecuado centrar los estudios de este mes sobre esos textos. Por lo tanto, comenzamos con un repaso de algunas cuestiones introductorias a esta carta, y veremos luego los textos de la misma propuestos para cada domingo.

La Primera Carta de Juan

Esta misiva que hoy conocemos como la Primera de Juan fue probablemente escrita para acompañar la interpretación del Evangelio que se transmitió bajo el mismo nombre. La afinidad de temas, lenguaje y estilo muestran que surgió junto con aquél. Sin entrar ahora en todos los argumentos que hacen a este tema, lo más probable es que la carta haya sido compuesta hacia el 90, por el redactor del Evangelio o, aún más probable, su círculo inmediato. La carta no indica autor, sino un nosotros abierto (1:1-4), que podría coincidir con el nosotros de Jn 21:24. Ciertas interpretaciones tendenciosas (docetas o gnósticas) del Evangelio habrían llevado a incluir “notas editoriales” agregadas al evangelio, provenientes del mismo círculo.
Si bien por asimilación a otros escritos a 1ª Jn se la ha llamado “carta”, en realidad carece de los elementos típicos de una carta. Su estilo se asemeja más al de una homilía, una predicación, con una apelación constante a los receptores (oyentes), mediante recursos tales como el uso del “nosotros” en forma inclusiva (p. ej., todo el cap. 1, especialmente vs. 5-10), o la reiteración de vocativos como “hijitos míos”, “amados”, etc. Sin embargo, aunque uno pueda pensar en una versión oral detrás del texto (que se ve en las muchas repeticiones), queda claro que más que una transcripción es un escrito intencional distribuido a receptores determinados (p. ej., 2:12-17).

La “carta” muestra que la comunidad a la que concierne se encuentra en una situación difícil. La situación externa parece ser opresiva, y es muy posible que hay persecuciones. Estas persecuciones provendrían de las comunidades judías, que estarían expulsando a quienes reconocieran a Jesús como el Cristo (ver Jn 9:22). Esto no sólo tiene consecuencias religiosas, sino fundamentalmente sociales y políticas. En las aldeas y barrios judíos, ser expulsado de la sinagoga equivalía a una exclusión social. Era un paria alejado de familia, amigos, imposibilitado de comprar y vender, un impuro. Para el Imperio, uno dejaba de ser aceptado como parte de una “religión lícita” y caía en la sospechosa categoría de superstición, pasible de persecución oficial. Hay, además, conflictos internos que podrían estar parcialmente originados en las diversas actitudes frente a esta situación, según respuestas de detracción, ocultamiento, o resistencia. Por otro lado aparecen distintas corrientes de pensamiento, doceta o gnóstico, que aumenta las tensiones, y es evidente que algunos ya han abandonado la comunidad, y otros están muy propensos a hacerlo (2:19 y 2 y 3 Jn).
Al comenzar el escrito, el autor destaca el sentido testimonial del mismo, testimonio que es la fuente de una fe comunitaria y gozosa (1:1-4). Pero al progresar el texto se hace cada vez más claro que la comunidad está atravesada de conflictos, que ha habido fuertes “anti-testimonios” y que el autor se esfuerza por echar luz sobre ciertos temas doctrinales para fortalecer al grupo que le es afín:

 En lo que hace a la persona de Cristo, que se encarnó en Jesús (2:22, 4:2), que tuvo un cuerpo real, visible, palpable, audible (1:1-3), que realiza un ministerio de perdón (2:1-3), que nos da vida eterna (2:25 3: 16 4:9 5:12), y nos constituye en hijos e hijas* de Dios (3:1 5:1).

 Se refiere a nuestra percepción de Dios: Dios es luz (1:5), Dios es fiel y justo (1:9), Dios es amor (4:8, 16), sabe todas las cosas (3:20) y destaca nuestra relación con Dios como Padre (3:1 et passim).

 Señala la obra del Espíritu en nosotros (3:24 4:1-3 4:6 4:13 5:6-8)
Pero también destaca temas eclesiales (la constitución de la comunidad, sus conflictos y separaciones) para señalar el valor testimonial de los fieles como presencia de Cristo en el mundo (4:17) e insiste en el sentido ético del amor al hermano (hermana) como manifestación y cumplimiento de la fe (3:10-24 4:18-21 et passim).

Pero su objetivo no es solamente doctrinal: busca fundamentalmente reforzar la ética comunitaria y alentar a los creyentes a mantener vivo su testimonio pese a los conflictos internos y las persecuciones externas. En ese sentido es también un escrito de consuelo, exhortación y aliento.

Notas exegéticas a 1 Juan 3:1-7

Si bien el leccionario nos indica los primeros 7 versículos, en realidad una lectura adecuada nos obliga a ir por lo menos hasta el 10 (algunos comentaristas proponen extenderse hasta el 11 y otros hasta el 12). Los temas centrales de esta perícopa, que se expresan en el verbo “manifestar(se)” y en el concepto de filiación divina (o del Diablo) son los que organizan el discurso en estos versos. La expresión “hijos de Dios” en los vs. 1 y 10 forma lo que se llama una inclusión, y la tomaremos como indicador de la unidad temática que recorre estos versos Al final del v. 10 se introduce la expresión “amar al hermano”, que actuará como nexo con la siguiente sección, que desarrolla ese tema, y que se extenderá del v. 11 al 23 (ver comentario al próximo domingo).

El texto comienza con el reconocimiento de que el amor del Padre nos permite constituirnos en hijos (hijas) de Dios. Esto retoma el nudo central del prólogo del Evangelio joanino, Jn 1:12 “Mas a todos los que lo recibieron, a quienes creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios...”. Esa posibilidad se ha concretado. Por eso el autor pone un enfático “¡y lo somos!”. Pero, ¿qué significa ser hijos e hijas de Dios? Aparecerán en su reflexión las dificultades, las ambigüedades y las responsabilidades que nos impone tal condición.
La filiación, en el mundo antiguo más que en el moderno, era decisiva. Notemos, por ejemplo, que en los evangelios las personas son conocidas por su filiación. Jesús, hijo de José Simón, hijo de Jonás los hijos de Zebedeo, etc. En el Imperio romano el tema era de suma importancia, y ser reconocido o adoptado como hijo establecía derechos sucesorios en cargos públicos, oficios, etc. En el Evangelio de Juan la discusión sobre “ser o no ser hijo de Abrahán” toma un lugar importante (cap. 8). El reclamo de Jesús de ser “hijo de Dios” ocupa un lugar central en las afirmaciones de fe del Evangelio de Juan. Es motivo de su condena (Jn 19:7). Juan registra el temor que se apodera de Pilato al oír esta acusación: es que en el Imperio el título de Hijo de Dios (Hijo de Júpiter en la versión latina de Zeus, en la griega) era privativo del César. Decir de alguien, o decir de sí mismo, que es hijo de Dios es una afirmación osada, no sólo por su dimensión espiritual, sino también política.

Y ahora el autor afirma que somos “hijos (hijas) de Dios”. Por eso el mundo desconoce esa realidad (v. 2a), porque sólo reconoce el título de “hijo de Dios” a quien ostenta el poder imperial, poder de violencia y muerte. Por eso el mundo (representado en el orgullo de los sacerdotes judíos y en el poder despótico de Pilato como representante del César) le desconoce, y en consecuencia, nos desconoce como hijas de Dios. Una primera consecuencia de esta filiación divina es, paradójicamente, no un honor sino el desconocimiento.

Pero, ¿cómo puede ser que, siendo hijos de Dios, seamos desconocidos en tanto tales? La respuesta se da a través de la otra palabra clave de este pasaje: la manifestación. Nuestra filiación “es” (somos hijas de Dios) pero lo es en oculto, sólo visible a los ojos de la fe, como lo es la gloria de Cristo. Quienes “vimos su gloria, gloria como la del unigénito del Padre” (Jn 1:14), sabemos que, cuando ella se manifieste plenamente, será también nuestra gloria (v. 2b), porque al verle, le reflejaremos. Pero en este tiempo esa gloria permanece oculta a los ojos del mundo sólo el posible vivirla en esperanza (v. 3), siendo purificados por su pureza.

La consecuencia de esta “asimilación” a Cristo en su filiación divina rápidamente se traslada al terreno ético. Ser hija/o de Dios es vivir como tal, es decir, evitando el pecado (v. 4). Porque la misión de Cristo fue liberarnos del pecado y la muerte (v. 5), quien se entiende a si misma en esa condición no puede vivir en el pecado. Esta expresión ha generado muchas discusiones sobre el tema de la “impecabilidad de los creyentes”. El hijo de Dios no peca y quienes a él se orientan son librados de pecado, ¿cómo pues pueden pecar? Se han propuesto distintas soluciones al hecho evidente de que los creyentes, por fieles que seamos, seguimos pecando.

No pretendiendo ninguna sabiduría superior a otros que lo han intentado, yo propongo leer este pasaje contra el trasfondo de lo que hemos enunciado, el contraste entre la fe en Cristo y la política del Imperio. No se trataría, entonces, de si el creyente no comete ningún error o acto pecaminoso en su vida cotidiana, sino sobre la orientación fundamental de la vida: o estamos con el poder del amor que se manifiesta en la Cruz, o estamos con el poder de muerte que mostró el crucificador. El tema es “permanecer” (v. 6), es decir, tomar como guía y camino al hijo de Dios, afirmarse en la referencia a su justicia. Quien no le ve ni le reconoce no puede diferenciar esta justicia de la que da el mundo, y por lo tanto no puede sino pecar. El tema pasa porque quien es hijo, hija de Dios, muestra esta filiación en su modo de obrar: ha aprendido de Cristo el obrar con justicia, ya que Jesucristo es “el justo” (2:1).

En cambio, alejarse de la verdadera justicia, la de Dios, es someterse al poder del falso hijo del falso Dios, es decir, del Diablo (v. 8). Esta oposición es fundamental: quien ostenta el poder de este mundo para cometer iniquidad, sembrar muerte, generar odio, peca y es del Diablo, el destructor que desde el principio se opone a la voluntad vivificadora de Dios. Ser de Dios es, por el contrario, vivir de la justicia que trae vida, porque es portador de la vida misma sembrada en nosotros por el Padre (v. 9). Esta es la distinción fundamental, y tiene que ver con obras de justicia, con mostrar en la conducta hacia los demás, “manifestar” el ser hija e hijo de Dios en el amor a los hermanos, hermanas (v. 10).

Líneas homiléticas

¿Qué significa para nosotros ser hijos, hijas de Dios? ¿Qué aprendemos de Dios como Padre/Madre? ¿Significa un honor que nos diferencia de los demás seres humanos? ¿Es una responsabilidad que nos obliga frente a otros? ¿Somos todos y todas hijos e hijas de Dios aunque no lo reconozcamos... y si es así, quienes son los homicidas, la estirpe de Caín? La predicación puede ser, desde este texto, un espacio para reflexionar (y eventualmente dialogar) sobre estos temas.
Dios nos acepta como hijos e hijas, pero eso no significa que nosotros lo aceptemos, ni que aceptemos a Cristo. Reconocer en Jesús al Hijo de Dios que es y que nosotros podemos ser implica una decisión de nuestra parte. Hay también un sentido de apelación evangelizadora posible en este texto. Ser hijos e hijas de Dios es un llamado a la esperanza, a la justicia, a la integridad. A una vida que “no peca”, no porque se convierte en un ejemplo moral, sino porque ha descubierto el sentido y orientación fundamental que podemos recibir de Dios.

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